El fútbol ha vivido en un constante estado de favoritismo y excepcionalidad, sobre todo desde que se convirtió en un negocio económico y político con mayúsculas. En Zaragoza hemos tenido que sufrir esa modernidad de la perversión. Porque sobre la mayor parte de los asuntos turbios se ha corrido un tupido velo con tonalidades camorristas, avalado por el caudal emocional y patriótico que produce este deporte que dejó de ser desde hace mucho tiempo de las aficiones. Ahora es el nirvana de los mercaderes en todos los peldaños: directivos sin escrúpulos; jugadores perfumados de un vedetismo intolerable que producen más en Instagram que sobre el césped; intermediarios exprimiendo a sus purasangres como objetos de subasta y personajes engominados de narcisismos que en otro contexto más riguroso con la canallesca vestirían un traje a rayas tras los barrotes. Se han reído y se ríen del tesoro público y de los ciudadanos. En definitiva, no contamos nada nuevo aunque con un matiz en esta extraña tesitura planetaria: esta vez no podemos consentir que dicten sus reglas unilaterales al margen de las que rigen el comportamiento consensuado en la lucha contra el covid-19. Las competiciones comenzarán cuando y como lo establezca la autoridad sanitaria pertinente, no cuando se le antoje a los gobernadores de los torneos. Despejemos de cruces el calendario. Ya hay suficientes en los cementerios.

El fútbol, esta vez, será o debería ser uno más. Por puro civismo y para salvaguardar los valores que le convirtieron en un acontecimiento excepcional en la cancha del pueblo o en el lujoso estadio. En el corazón de la metrópoli o en el alma desarropada de la barriada. Ha habido futbolistas y profesionales de esta materia que sin levantarse en armas sí se han rebelado contra fechas sugeridas para entrenamientos, vuelta a los campeonatos y test médicos lejos del alcance de personas sin tantos privilegios. Miran por su salud y la de sus compañeros. Y clubs rígidos con la sensatez y la gravedad del momento, entre ellos el propio Real Zaragoza, que han promovido la cautela, alineándose, como no puede ser de otra manera, con las directrices del Estado. Unos y otros han acordado establecer una reducción en los sueldos para subsistir aun en el lujo, una decisión paralela al menos a los esfuerzos que afrontan otros gremios que serán castigados con una dureza más inmisericorde.

Mientras, el presidente de la Liga de Fútbol Profesional, Javier Tebas, y el de la Federación Española de Fútbol, Luis Rubiales, insisten en acelerar los tiempos cuando para reducir los perjuicios económicos que se avecinan. El primero, que ofreció en Zaragoza y sin rubor una clase de epidemiología al nivel de John Snow, percibe 1,2 millones de euros anuales, y el segundo, ronda los 400.000 euros. Si el noticiero no dice lo contrario en las próximas horas, de sus cuentas corrientes no han restado un céntimo solidario. Dirán que esto es pura demagogia, que sus bolsillos abrazan la ley de la oferta y la demanda. Puede que, en este sentido, tengan razón, pero la vida no tiene precio y el fútbol no merece una sola vida sacrificada ni siquiera en el altar de los riesgos. Incluso para quienes amamos un deporte que nos da la vida o se la hemos dedicado. O ambas cosas. Es hora de jugar más limpio que nunca y en el mismo equipo, en el que la ciencia, y no los sacerdotes de religiones crematísticas, lleve brazalete de capitán sin más interés que el ser humano.