Las virtudes, como tantas otras cosas en la vida, son elegidas y esa, que a simple vista puede parecer una afirmación un tanto banal debe, para ser completa, ser también leída en sentido inverso. Esto es, la virtud es solo una posibilidad, una posibilidad tan posible como su contraria. El hombre (por supuesto léase el ser humano) es tan capaz de hacer suyo lo mejor como lo peor. Y si decir eso, que es decir que nos hallamos a mitad de camino entre ángeles y demonios, es decir apenas nada es porque todo el inmenso espacio que queda en medio está reservado a la libertad, y de la libertad lo mejor que puede hacerse es dejarla libre, no enrejarla ni enredarla entre palabras más o menos huecas o vacías.

Tengo la sensación de que si las palabras tuvieran ánima estarían fatigadas de sus depositarios, o sea nosotros, a causa de un uso abusivo y fraudulento por parte de tantos. Sigo y trataré de explicarme mejor a través de un ejemplo. Seguro que ustedes, como yo, de vez en cuando escuchan esa frase cursi con reminiscencias de telenovela según la cual «todos tenemos derecho a ser felices». Hasta donde yo sé el derecho a la felicidad es defendido por algunos como uno de los derechos humanos de 3ª generación y de hecho incluso se llegó a proponer por cierta formación política hace algunos años para ser incluido en uno de los Estatutos de Autonomía de nuestro país.

Más allá de eso, que no es poco, resulta complicado aspirar a incluir en el listado de los derechos humanos el de la felicidad, no al menos si no queremos que su teoría, fundamentación y discurso acaben convertidos en capsulas vacías, deslegitimadas y débiles. Asumo, una vez más, el magisterio de Sloterdijk según el cual la evidente desproporción entre el hombre y el mundo solo puede ser aliviada a través de tres caminos: la medicina, el arte y la democracia. Dejo los dos primeros para los especialistas y los artistas respectivamente y me quedo, por profesión y formación, con el tercero. En mi opinión, ni siquiera la democracia más óptima y completa está en condiciones de garantizar la felicidad para nadie salvo que se adopte su acepción más primaria, esto es, la de la satisfacción de las necesidades materiales fundamentales y ni aún en ese supuesto la mayoría de los países democráticos pasaría la prueba.

Son muchos los que sostienen que para alcanzar lo posible hay que aspirar a lo imposible y creo que hay buenas razones para pensar así. Pero también creo que si no admitimos que la vida está hecha de cargas y sobrecargas que hemos de aprender a llevar y sobrellevar no haremos sino acrecentar la idea del homo y el tempo ludicus al que por momentos parece que dirijamos nuestra inteligencia. No se trata de renunciar a la utopía como método de evolución sino de saber identificar cuándo lo es. Así, no parece sensato dejar todo en manos del Derecho, de las obligaciones, sanciones y contratos, sino preservar para él solo una parte de nuestra vida reservando también un espacio propio a la libertad y esta, a su vez, un margen para que la virtud haga su voluntarioso trabajo. Si no ando equivocada eso nos ayudará a ser, si no un poco más felices, un poco más completos.

*Filosofía del Derecho. Universidad de Zaragoza