Los censores de la Historia andan envalentonados. La figura de Cristobal Colón debe ser atizada en la hoguera de lo indecente en un uso retorcido, falaz y estúpido. No dejan de escupir muestras de desconocimiento a las insignes estatuas de Churchill o de Lincoln.

Están hasta excitados por la retirada de Lo que el viento se llevó de HBO al considerarse racista. No les invito a ver una serie española de los 90 con ese fornido macho español con pelambrera mientras se cosifica a la mujer. Colapsarían. Y luego censurarían.

Hasta Tolkien ha sido vilipendiado por ser supremacista. Y es que uno ya no sabe si su pecado fue escribir una historia de un mundo tan único como fantástico sin considerar a Gandalf como mujer empoderada o si debería haberse centrado en la identidad trans de Legolas.

Ya que están con este ánimo por el revisionismo, cuando terminen con las estatuas de Colón, Churchill o Lincoln, o repasen toda la filmografía del siglo XX, les animo a que empiecen a derruir las esculturas grecorromanas, ya que su sistema económico se basó en la esclavitud. O que dinamiten el acueducto de Segovia.

No menciono la opción de retirar el busto del califa omeya Abderraman III o de despojar el título de mezquita al templo cordobés porque en ello ya está el absurdo de VOX. Es más rápido quemar libros como obligó el nazismo para esconder lo que nadie quiere que conozca.

Nos escandalizábamos cuando los talibanes destruían Bamiyan o cuando ISIS destruía la magnífica Palmira. Pero aquí nos consolamos con un reduccionismo de la Historia porque debemos sentirnos culpables. Observar al pasado con los ojos del presente no representa lo sucedido, pero sí nuestra estupidez.

Nadie cuestiona que los romanos o los árabes nos invadieran. Es tan fácil como comprender el contexto para entender nuestra cultura. La historia se aprende para no repetirla. No para borrarla.

Occidente está empeñado en rozar los límites de lo absurdo con la incansable revisión de la Historia. Porque aunque no lo entiendan algunos, la Historia no es una fábula. No tiene ni una moraleja, ni un trasfondo ético, ni hay héroes ni villanos reconocibles.

Porque atacar el patrimonio escultórico o cultural no resuelve nada sino que te cataloga como un imbécil más de una masa adulterada de hipocresía. Son tiempos de estupidez donde Occidente no deja de insistir en la imbecilidad retroactiva.