En mi biblioteca hay una foto muy especial. Por su autor, para empezar, porque la hizo un gran fotógrafo, Daniel Mordzinski, y porque en ella estoy con Luis Sepúlveda.

Mordzinski nos fotografió hace un par de años o tres en la Semana Negra de Gijón. Buscó un fondo urbano, con tapias y grafitis, y nos sacó sonrientes, con libros en las manos, como de costumbre, y esa sensación desprendida de los tipos que no tienen que dar cuentas y que sólo se dan cuenta de aquellas cosas, anécdotas, conversaciones, lecturas, experiencias, historias, susceptibles de trasladarse a la ficción.

Ese arte es, en el caso de Sepúlveda, tan poderoso y fértil como una literatura, porque la suya, tan inspirada y universal, lo es en sí misma, un mundo propio y cautivador.

El autor de «El viejo que leía historias de amor» se debate, víctima del coronavirus, en un hospital de Oviedo. Estos días su imagen, sus textos y su voz, tantas y divertidas tardes regresan con dolor a mi memoria.

Sus recuerdos, por ejemplo, de la muerte de Allende, a quien Sepúlveda conoció estrechamente, y por cuya causa luchó con la fuerza y la utopía de la juventud. Eos relatos equivalen en su boca, en su versión a una rica páginas de historia viva. Fue encarcelado por Pinochet, torturado por sus esbirros. Todavía tiene Sepúlveda las cicatrices en su piel, aunque su inteligencia hace mucho que superó aquellos trances, y también las penurias del exilio.

Porque fue después un sudamericano en París. Llevaba un paraguas rojo, se detenía demasiado tiempo en las calles parisinas, respondía a la policía con juegos de palabras que habría firmado el Oliveira de Julio Cortázar y era, claro, hijo del boom. Lo que quizá no sabía es que estaba a punto de inaugurar otro universo tejido con las luces y selvas de esa América del Sur que conoce como su propia mano. No sabía aún Sepúlveda, Lucho, para los amigos, que lo iban a leer en medio mundo, que millones de entregados seguidores beberían las páginas de sus novelas seducidos por su talento y su magia. No sabía, o sí, que iba a inventar otra forma de narrar...

Suerte, amigo.