Mañana, sábado, en media España (incluidas Zaragoza y Ejea, que yo sepa) se celebraran manifestaciones de pensionistas y otras a favor de la libertad de expresión y contra la ley mordaza. En lo que se refiere al último asunto, es obvio que los llamamientos en pro del pensamiento libre y la comunicación crítica coinciden con el contenido de la reciente sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, que ha rebatido sin medias tintas fallos previos de nuestra Audiencia Nacional y el Constitucional condenando a unos independentistas catalanes por quemar un retrato del Rey. Está claro: en España se considera delito aquello que en muchos ámbitos democráticos homologados se tiene por un derecho. Ojo.

En este país no paran de decirnos que tenemos un catálogo de libertades superior, si cabe, al de cualquier otro estado de nuestro entorno. No es verdad. Hace casi 30 años que el Supremo norteamericano ya advirtió que quemar la bandera estadounidense no podía ser punible. Aquí, la verdad, hubo un momento en que parecía que íbamos por ese camino y que las expresiones extremas podían ser maleducadas, subversivas o de dudoso gusto, pero quedaban amparadas por la propia Constitución. En los últimos tiempos, ese rumbo ha girado hacia lugares más sombríos y represivos. Las multas (también a periodistas) por supuestos desacatos a los cuerpos policialesas, injurias a las autoridades y cosas semejantes) han aumentado de manera exponencial. Las sentencias condenando desahogos y alusiones, también. Que se lo digan a los de Mongolia.

Nos rodean pulsiones autoritarias. También en el margen fronterizo de las izquierdas, donde los dogmas viejos o nuevos sugieren que se prohiba jugar al fútbol en los recreos de los colegios, estudiar autores machistas, como Pablo Neruda... o tener pensamientos reaccionarios. Eso sí, estos desbarres proceden de gente con escaso o nulo poder. En cambio, cuando desde la acera de enfrente se ponen liberticidas, suelen ir en serio. Saben, quieren y pueden.