Siete años han pasado desde el 15-M. Un momento de rebeldía en el que en muchas plazas de las ciudades españolas se alzaba la voz en contra de los recortes, de la corrupción y a favor de una profundización democrática. Unas reivindicaciones expresadas en múltiples manifestaciones que, según las encuestas del momento, eran apoyadas por la inmensa mayoría de la ciudadanía.

Mucho ha cambiado el panorama desde entonces. Después de un periodo inicial de adormecimiento, en el que parecía que todo había quedado en nada, asistimos al surgimiento de nuevas formaciones políticas que nos prometían hacer real la ilusión de tocar con los dedos aquello que el clamor popular demandaba.

Con la perspectiva que da la distancia, llega el momento de hacer una evaluación sosegada. En primer lugar, hay que decir que la crisis no ha pasado, al menos no para todo el mundo, ya que según Eurostat, un 28% de los españoles sigue en situación de riesgo de pobreza y exclusión. Y en este hecho, la política del Estado tiene una gran responsabilidad. De una parte, la pretendida salida de la crisis no se traduce en más igualdad, sino todo lo contrario, ya que según la Comisión Europea cada vez hay un mayor desacople entre la productividad y el crecimiento de los salarios. De otra, atendiendo a la Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal, hay que decir que el efecto redistributivo del Estado en España en los últimos años es del 17%, frente al 50% de Francia y el 40% de Alemania.

Aun compartiendo con esos dos países el perfil conservador de los gobernantes, el hecho es que nuestro Parlamento nacional ha estado prácticamente paralizado en la última legislatura. La excusa de la debilidad del gobierno sirve como justificación para no acometer las grandes transformaciones que necesita nuestro país en diversos frentes, como la educación y la sociedad del conocimiento, la recuperación de derechos en materia laboral y de prestaciones (especialmente las pensiones, pero también la ley de dependencia, etc.), la reforma fiscal y la lucha contra el fraude, y una larga lista de medidas que nos acercaría a lo que nuestra Constitución define como un Estado Social.

Respecto a la corrupción el diagnóstico no puede ser sino claramente negativo. No es necesario repetir la retahíla de procesos abiertos que se conocen hasta la saciedad. Simplemente querría poner de relieve que aquello que debería haberse terminado de golpe cuando salieron a la luz los grandes escándalos de corrupción, sigue enfangando la política y el desánimo cunde entre la ciudadanía. Uno ya empieza a convencerse (bendita inocencia) de que se trata de verdaderas tramas mafiosas, cuyo desmontaje se hace harto difícil y que tratarán de infectar a cualquiera que toque poder. No quiero ni pensar en el reto que se abre ante Cs si se cumplen los resultados que vaticinan las encuestas: ante la necesidad de llenar listas de concejales y diputados y ante la más que previsible obligación de nombrar a un sinfín de cargos y asesores, ¿podrá evitar a los arribistas y trepas que deambulan en la política y sus contornos, dejando fuera de sus filas, como prometen, a los corruptos? El tiempo lo dirá.

Y sobre la profundización en la democracia creo que más bien hemos ido en retroceso. La ley mordaza, aprobada en el verano del 2015, pasará a la historia como una de las más retrógradas de nuestra reciente historia democrática, solo comparable a la llamada ley Corcuera. Las sentencias que se están produciendo en los últimos tiempos son claramente limitadoras de la libertad de expresión y, en algunos casos, de la de manifestación, pilares básicos de nuestro sistema constitucional. Pero con ser eso trascendental, también vemos por doquier elementos que ponen en quiebra el avance democrático, como la incompresiblemente paralizada ley de la memoria histórica, el que campen a sus anchas asociaciones y fundaciones claramente fascistas, la imposibilidad de separar, de facto, Iglesia y Estado, etc.

Igualmente, creo que lo que está pasando en Cataluña es síntoma de este fracaso colectivo en materia democrática. De una parte, se han saltado todas las normas de convivencia, pero de la otra, han demostrado una incapacidad absoluta para aplicar la política (que podemos definir como el espacio de gestión del conflicto) en uno de los grandes retos a los que se ha enfrentado nuestra democracia. Y si los políticos no hacen política, evidentemente han fracasado.

España sigue estando en la parte alta del ránking en democracia comparada (según Freedom House), aunque tampoco se puede obviar que otras instituciones, como Amnistía Internacional, llaman la atención sobre el retroceso de libertades en los últimos años. Sin embargo, lo que deseo poner de manifiesto en este artículo es la constatación de que el clamor de los españoles en la primavera del 15-M no se ha trasladado a una mejora evidente en las tres áreas señaladas, incluso me atrevería a decir que se ha retrocedido en algunos aspectos significativos.

Seguramente, los hechos acaecidos en Cataluña en el último año nos han obligado a mirar para otro lado, pero lo cierto es que solo una política decidida en materia de lucha contra la corrupción, de recuperación y profundización en derechos sociales y laborales, así como en la defensa de las libertades civiles y políticas, puede considerarse como la verdadera política regenerativa que necesita nuestro país. Es lo que viene reclamando la ciudadanía desde hace siete años, y, a mi juicio, más allá de siglas partidistas, es lo que verdaderamente diferencia a la vieja de la nueva política. <b>*Sociólogo</b>