Ahora que nos rodean el ruido y la furia, que los medios arden con cifras de pandemia y muerte, con las elecciones en Estados Unidos, ahora es cuando las noticias menudas cobran relevancia. Como esa que asegura que, según investigaciones del CSIC, no hablar en el transporte público ayuda a que el virus no se propague tanto por el aire.

No hablar con otros seres humanos, no hablar por el móvil, incluso no comer. Así que nos ruegan silencio. Pensaba en ello ayer por la mañana, cuando iba en el autobús a trabajar. Y la verdad es que, en la actualidad, se oyen pocas conversaciones en el transporte público. La mayoría vamos solos, muchos absortos en el móvil, otros mirando al exterior con melancolía. Y los que van juntos suelen ser, sobre todo a estas horas de la mañana, madres con niños pequeños camino al cole. Ellos son los únicos que parlotean a veces, eso si no los han narcotizado con el móvil para que vayan calladitos.

Y recuerdo, como curtida viajera de bus urbano, cuando se escuchaban conversaciones divertidísimas o indiscretas, a las que yo pegaba oreja porque eran una forma apasionante de captar temas para comentar. Recuerdo conversaciones épicas, intimidades que sonrojarían a cualquiera, miserias cotidianas contadas con despego. Era la vida en directo, la vida bullente, cutre, divertida, la vida triste, a veces. Pero era la vida.

Ahora, no oigo nada. El bus va en silencio, y solo lo rompe la voz robotizada que nos va avisando de la próxima parada. Es muy triste. Así que eso de que nos pidan que nos callemos, seguro que lo dicen quienes no viajan mucho en bus. Porque hoy, y tal vez como reacción al ruido y la furia que nos rodean, lo que impera es el silencio.