El pasado 3 de agosto, en estas mismas páginas, se reconocía la aportación de Juan Carlos I al advenimiento de la democracia a España al mismo tiempo que se advertía de que la forma en que comunicó su decisión de abandonar a España no contribuía al objetivo que explicitaba como motivo de su decisión, el de preservar el prestigio de la monarquía y «facilitar el ejercicio de sus funciones» a su sucesor como jefe de Estado. Si salir de la Zarzuela y ponerse sin ningún tipo de ambigüedad a disposición de la justicia eran pasos obligados después de la apertura de investigaciones por la justicia suiza por un presunto cobro de comisiones en la construcción del AVE a La Meca, hacerlo con rumbo desconocido conseguía justo lo contrario de lo que transmitía en el mensaje dirigido a su hijo que difundió la Casa Real en un escueto comunicado remitido a los medios de comunicación.

Que hayan transcurrido dos semanas hasta que el propio monarca emérito haya considerado oportuno comunicar que desde ese mismo 3 de agosto se encuentra en Abu Dabi, en los Emiratos Árabes Unidos, empeora aún más todas estas circunstancias. El acuerdo de que fuese el propio Juan Carlos I quien comunicase su destino tras un destierro instando por la Zarzuela y la Moncloa, y el retraso de este en hacerlo, dejando que en los primeros días tras su salida en España cundiese la confusión, ha dejado en una situación desairada al actual monarca y al presidente del Gobierno, forzosos conocedores de su destino y arrastrados por tanto a compartir una falta de transparencia absolutamente inoportuna en estos tiempos.

Tampoco ha sido el mejor de los servicios a la institución de la jefatura del Estado que un día ostentó y que debería seguir contribuyendo a sostener el destino elegido tras su salida de España. Los Emiratos Árabes Unidos son un régimen demasiado cercano al origen de las transacciones económicas por las que está siendo investigado. Y con tratado de extradición con España, pero no con Suiza. No era este el destino que le habían recomendado algunos de sus amigos más próximos, que dudaban de la conveniencia de acudir a un país que se relaciona con el origen de las supuestas actividades que ahora están en entredicho. No es, por tanto, una decisión oportuna.

En España, el Rey emérito no está sujeto a ningún proceso judicial en marcha que comprometa su libertad de movimientos. Si las averiguaciones de la Fiscalía del Tribunal Supremo progresaran hasta el punto de establecer la posible existencia de delitos perseguibles por blanqueo de capitales y fraude a Hacienda, y un juez instructor de la Sala Segunda del Tribunal Supremo lo citase a declarar, es inimaginable ninguna otra hipótesis que la de verlo cumplir su compromiso de ponerse a disposición de la justicia española. Pero aunque esta posibilidad no estuviese explícitamente contemplada en la nota aclaratoria que difundió su abogado personal, tampoco sería sostenible que no lo hiciese si la petición llegase por parte de la Justicia de Suiza.

No es el momento, en las difíciles circunstancias por las que está atravesando el país, de desprestigiar las instituciones. Las propuestas del Gobierno de acotar la inviolabilidad de la figura del monarca y las decisiones del Rey de desmarcarse de los hechos que puede haber protagonizado su padre van en la dirección de aumentar la exigencia en el control de la institución, lo que contribuye a su legitimación. Las actitudes del Rey que abdicó en 2014 deberían hacerlo también.