Mayoría silenciosa. Una expresión utilizada por la derecha nos ofrece el mejor análisis de lo ocurrido el domingo. La han usado en nuestro país desde Antonio Maura a Rajoy, pasando por Franco en la dictadura y Aznar. La campaña, inexistente en las calles pero movilizadora de conciencias, estalló con el silencio de los votos en el recuento de las urnas. La tensión emocional tuvo una respuesta racional. Si sumergimos la mayoría de papeletas en agua, la infusión que ha recetado la ciudadanía a la política viene cargada de tila, que es la participación. Pero el sabor es de colores, aunque prime el rojo. Percibo más voto político que a los políticos. La gente no ha votado a Sánchez, sino un programa de futuro que satisface a unos votantes sedientos de izquierda, progreso y diálogo en común. No ha fallado Casado, sino que se ha repudiado la corrupción de un partido en descomposición. No se ha votado a Rivera, sino el deseo de regenerar la derecha, desde la misma acera. No ha bajado Iglesias, sino que los cielos están más altos cuando se miran desde abajo. Y la irrupción de Abascal no es la suya a caballo, sino la del blanco y negro que tiene, desde matices nostálgicos del fascismo hasta olvidados del sistema. ¿Les iluminaremos con respuestas o les dejaremos crecer hasta sorprendernos?

El silencio sensato de la mayoría ha triunfado. Mientras en Ferraz resonaba el «con Rivera, no», dicen que Casado, cuando terminó de escuchar a los mariachis en la triste calle de Génova, salió al balcón y, emulando a Vicente Fernández, respondió con otra ranchera: «No tengo trono ni reina, ni nadie que me comprenda, pero sigo siendo el rey».

Mientras se apagaban los ecos de tantas canciones, las urnas ya dormían plácidamente. La mayoría silenciosa seguía allí. Y era roja. En unas horas llegaba a los colegios electorales el futuro, en forma de bullicio, de los niños y niñas por los que hemos votado.