En medio del fragor diario en el que andamos sumidos, se producen muy de vez en cuando noticias que hacen que el tiempo se detenga. La muerte de José Luis Abós es una de ellas. Al menos para quienes le conocimos personalmente, aunque solo fuera en un ámbito profesional. Como suele ocurrir cuando alguien se va y más si sucede de forma prematura, de él se están diciendo muchas cosas buenas. Pero la unanimidad que genera su figura sugiere que, desde luego, no son palabras huecas. Eso sí, en un gesto atribuible solo a alguien muy grande, las últimas las quiso pronunciar él. Lo hizo teniendo la entereza de dejar escrita esa carta póstuma con la que nos ha estremecido casi tanto como con su propia marcha. En un texto conmovedor, agradece a la vida que le permitiera cumplir el sueño de dirigir en la élite al equipo de su ciudad. La de Zaragoza no es una plaza fácil y menos para alguien de aquí, como bien saben algunos de sus predecesores. Pero Abós sacralizaba el hecho de sentarse en el banquillo del CAI y mostró siempre un respeto escrupuloso por los aficionados, aunque él mismo fuera víctima a veces de la severidad de la hinchada aragonesa. En el mundillo del baloncesto se habla de los silencios del Felipe. Se alude así a la supuesta frialdad que muestran en ocasiones los seguidores zaragozanos, en un pabellón que debería cambiar de nombre sin demora. Un pabellón en el que, a partir de ahora, esos silencios quizá solo quieran decir que echamos mucho de menos al entrenador de nuestro equipo. Periodista