No es cierto. El paso de las horas no reduce la desazón. No es verdad que el día después sea el comienzo de nada. No. El corazón sigue abrasado, el alma rota y el cuerpo se mantiene inerte desde poco antes de las 20 horas del sábado. No. No hagan caso a los que dicen que no pasa nada, que estas lágrimas se convertirán en sonrisas en un año. Lo dicen por ayudar pero desconocen esta sensación de vacío absoluto. No. Sale el sol y la vida sigue, sí, pero ese dolor agudo perdurará. Como el duelo. No puede ser de otro modo cuando hablamos de un ser querido. Muy querido.

No busquen, pues, consuelo en este desahogo. Ni lo hay ni lo pretendo. No se vende esperanza en el velatorio. Se acompaña, se abraza, se llora y se recuerda. Hagamos todo eso mientras el tiempo realiza su trabajo. Ya lo hemos pacticado demasiadas veces en demasiado poco tiempo. Por eso duele más. Porque todo estaba preparado para salir al fin de este infierno. Porque era el momento. Porque la Romareda lucía más preciosa que nunca. Banderas en los balcones, marea de camisetas blanquilla en las calles y una luz deslumbrante en cada sonrisa de un niño. Nada podía fallar. Pero el Zaragoza no lo logró y estará un año más en segunda división. No. No ha sido una pesadilla. O sí. Porque también las hay en la vida real. El sueño tendrá que esperar. Lo siento tanto....

No soy de los que se refugian en la mala suerte. No creo en ella como verdugo. El Zaragoza se quedó por el camino porque falló lo inimaginable antes del primer tanto del Numancia sí, pero sería torpe e injusto basar todo este disgusto en el azar y la fortuna. No. Hubo más. Como una primera parte excesivamente contemplativa en la que el Zaragoza fue un esperpento presa de los nervios y del partido de ida. Por primera vez, el equipo no tenía la obligación de ganar en casa. Servía el empate sin goles y era el rival quien tenía que arriesgar. Y el Zaragoza y su técnico optaron por manejar los tiempos y el reloj. Craso error. Hasta el sábado, el equipo en la Romareda venía siendo un ciclón desde el primer minuto. No cabía otra ante la imperiosa necesidad de ganar. Ayer había más opciones y no existía esa obligación. Llámenle falta de ambición, especulación o lo que quieran pero el equipo aragonés apenas pisó el área rival en una primera parte en la que el rival fue superior y gozó de dos claras ocasiones de gol. Ahí también se perdió la eliminatoria.

La sensación al descanso era extraña. La misma que al comprobar, poco antes del inicio del choque, que Natxo decidía cambiar a cuatro futbolistas respecto a Soria, entre ellos, dos de los que llegaban más en forma a estas alturas: Verdasca y Pombo, cuya rasmia y sangre caliente se echó demasiado en falta. A la vez, optaba por darle otros noventa minutos en cuatro días a Grippo, recién salido de una lesión de dos meses.

Y el final. Ese maldito final que ya forma parte de la historia negra del zaragocismo. Ese paso atrás del Zaragoza y esa valentía del Numancia justo cuando se había hecho lo más difícil. A diez minutos de la conclusión, el Zaragoza empataba porque volvió a ser ese equipo ambicioso y valiente. Porque tenía la obligación de marcar para sobrevivir. A partir de entonces volvió a mirar al reloj, a su condición de tercero para encarar la prórroga con ventaja y a todos los lados menos al balón, justo como Benito en el tanto de Diamanka. Ya no tenía esa obligación de ganar. Otra vez. Los jugadores, el entrenador o ambos habían apagado esa llama que les había devuelto a la vida y volvió la oscuridad. Y las tinieblas.

No. No todo fue mala suerte. La desgracia también acepta el análisis. Pero ya no hay remedio. El Zaragoza seguirá en Segunda y las ilusiones y los sueños se sepultan entre lágrimas. No. No hay consuelo. Volverá la luz pero tardará. Ahora lloren. Se han ganado ese derecho. Pero, por favor, dejen un hueco al orgullo de saber que ustedes hicieron todo lo posible y más. Lloren, pero con la cabeza alta y la conciencia tranquila. Se dejaron el alma y fueron felices. Gracias por todo. Lo siento mucho.