Los clásicos lo son por dos motivos. Porque todavía nos interpelan y porque su lectura se adapta a los tiempos en que se leen. Y es por ello, sin duda, que tienen cosas que decirnos: porque los leemos de nuevo con los ojos del presente sin que tengamos que retocar ni una coma de lo que decían en el momento en que fueron escritos. Este es el pacto.

Estamos hartos de ver adaptaciones de obras de teatro o de óperas en las que se pone a prueba la musculatura de los originales con complicados ejercicios gimnásticos. Hay de todo. Hay auténticos alaridos sin ton ni son y también hay relecturas que contemplan la esencia del clásico para que sea del todo contemporáneo.

Recuerdo un Fortinbrás vestido de nazi, un Coriolano con traje y pantalones, y unas inmensas Tragedias romanas, dirigidas por Ivo van Hove, en un decorado que parecía un edificio de despachos parlamentarios. Pero el pacto es que el texto y la historia que cuenta no se tocan. Es decir: el reto es hacer que la vajilla de la bisabuela parezca recién estrenada, sin tener desportillado ni un plato.

Lo de Florencia (cambiar el final de Carmen para denunciar los feminicidios) es un despropósito. No han entendido que no aplaudimos el mal o el horror sino la forma en que, sentados en platea, el mal y el horror vistos nos llevan a una reflexión sobre este cuento lleno de ruido y furia.

Para combatirlos, tenemos que salir del teatro y hacerlo. No obligar a decir a los clásicos lo que no dicen.

*Escritor