La política española está enquistada en un bucle sinfín de crispación. Da igual hacía donde mires, de izquierda a derecha, todos se encuentran sumidos en el intento de retratar el infierno del contrario. Y en ese cóctel no hay nada digerible.

Cada vez se visibiliza más que en España no existe una alternativa solvente que sea un contrapunto a la política actual. La ineficiente gestión de un país endeudado hasta la extenuación, la incapacidad de proyectar el futuro de un país con el horizonte en el año 2050 o las tropelías éticas que conocemos sobre los partidos institucionalizados son tres ejemplos más que clarísimos.

El Gobierno de España es el mejor ejemplo de todos estos desmanes. Pedro Sánchez prometió no regar el campo que ahora cosecha con ímpetu. Una coalición que le quitaba el sueño con Unidas Podemos mientras flirtea en el Parlamento con los que repudió en campaña por el pecado constitucional del secesionismo.

Sin ellos no estaría en La Moncloa. Su único afán es atornillarse en el poder sea el precio que sea aunque su intento por unir a sus socios de investidura no sea sostenible. Y para ello pretende mezclar el agua y el aceite: apelar a la moderación pactando con los protagonistas del golpe constitucional mientras pide el aval de Bruselas. Un sindiós.

La coherencia o la sensatez provocaría un cierre de filas de los grandes partidos políticos, y todo aquel que se una para sumar, en plena agonía sanitaria y económica por lograr un marco de moderación política, pragmatismo económico y la unión de todos los actores políticos territoriales. Pero no.

La política nacional se empeña en ocultar bajo la alfombra su ineficacia en vez de construir un acuerdo sostenido -y viable- por la recuperación nacional de una crisis que aún no conocemos sus consecuencias. Porque lo políticamente correcto es bailarle el agua al Gobierno de Sánchez.

Ni se puede juzgar el trilerismo de Sánchez al prometer en campaña lo antagónico que ahora hace, ni se puede auditar su gestión política de la pandemia, ni se puede cuestionar que las cifras de víctimas son más altas que las oficiales, ni se puede proponer un gobierno de concentración ante la crisis más salvaje que vivirá nuestro país.

Esto es lo que la política travestida en publicidad pretende: es más práctico ser uno de los peores países gestionando la pandemia que aceptarlo públicamente.

El virus no terminará con el maldito relato trufado de manipulación del lenguaje.