De vez en cuando va bien salir de aquí para viajar a países donde lo que más abunda es la esperanza. Y no por el tópico turístico que dice que la gente es feliz aunque viva en la miseria, sino porque cuando no se tiene nada se puede soñar todo. Recuerdo muy bien ese estado anhelante, el deseo de pequeños o grandes cambios. Es un anhelo inagotable que no se deja vencer ni por la impaciencia ni por el pesimismo. Recuerdo, por ejemplo, cuando cerca de casa de mis abuelos pusieron los postes que iban a traer el gran invento de la electricidad hasta el pueblo. Mirábamos la línea serpenteante de aquella hilera de maderas plantadas y esperábamos con toda la ilusión del mundo. No nos podíamos permitir pensar que aquel avance no llegaría nunca y eso nos permitía soñar con un futuro que solo podía ser mejor. Un futuro sin aquellas sombras tenebrosas que proyectaban los candiles tras el atardecer, un futuro con radios a las que no se les acababan las pilas, un futuro quién sabe si con aparatos de televisión. Los postes siguieron pelados, sin ningún cable que los sostuviera. Cuando llegó la electricidad ya nos habíamos ido, pero me queda el recuerdo de aquella sensación de esperanza absoluta.

Si miramos el presente con perspectiva, el presente aquí y ahora, no deberíamos tener motivos para el pesimismo y, en cambio, cuesta encontrar voces esperanzadas, esperanzadoras y cuesta más entre los que somos considerados más o menos jóvenes. Si leemos lo que escribimos, si nos fijamos en las diversas manifestaciones culturales que producimos los que hemos nacido en democracia, veremos que el sentimiento de desesperanza es una constante generalizada. Y me aplico también la generalización que, reconozco, puede ser un poco arriesgada. ¿De qué nos quejamos? ¿De que viviremos peor que nuestros padres? Pues dependerá de qué padres y esta es quizá otra falacia que nos hemos tragado como corderitos: la imagen engañosa de ser parte de una generación determinada solo atendiendo a la fecha de nacimiento. ¿Qué tiene que ver un joven nacido en una familia con recursos que ha crecido en viviendas espaciosas, calles limpias, parques aireados, que ha ido a una escuela de primera con acceso a cultura y formación con un joven que ha visto la infancia metido en una litera dentro de un piso de techo bajo y habrá jugado en un descampado donde el deporte habitual podía ser esquivar jeringas y condones usados? ¿Qué tiene que ver alguien que lo tiene todo al alcance con alguien que parece metido en el culo del mundo? No, las generaciones no existen, son inventos. Lo extraño es que las creaciones artísticas de los jóvenes de ahora representen, mayoritariamente, el malestar de clases medias para arriba. Un malestar, por otra parte, que es la simple desesperanza, la falta de deseo de un futuro mejor.

*Escritora