L a política no encuentra hueco en la fortaleza neoliberal. Lógico. Cómo colar una idea, un debate o una propuesta por el bien común allí donde los planteamientos de salida pasan por la baja fiscalidad para las rentas altas, la privatización de lo público y la consolidación del trabajo precario y salarios escasos, aspecto por cierto en el que España destaca como una campeona en una comparativa con otros 18 países europeos, según la OIT. Así no hay margen de maniobra para los partidos y los representantes públicos, o al menos para aquellos que defienden la redistribución y la justicia social, algo que nos debería definir como sociedad pero que lleva ya mucho tiempo siendo solo una quimera. En realidad, ahora mismo solo ganan terreno aquellos que dan por hecho lo contrario: que la desigualdad es irremediable (e incluso preferible) y que lo importante es llegar el primero a la meta y no que lleguemos todos.

El nuestro es un mundo global desbocado donde la UE (o en su defecto Merkel, o lo que queda de ella) marca unas directrices de obligado cumplimiento cuya primera consecuencia es el empequeñecimiento de la acción política propia o más cercana. No extraña por tanto que los españoles entiendan que los partidos y sus líderes constituyen el segundo problema que afecta al país, según nos dice el CIS.

Para ahondar en el pesimismo, a ello habría que sumar advertencias como las del filósofo Pascal Bruckner, que ya en 1995 avisaba del peligro para las sociedades occidentales de una ciudadanía infantilizada y victimizada que se limita a derivar las responsabilidades de lo que acontece a otros. Algo que suena muy actual y ante lo que sí se deberían establecer claras líneas rojas. Lo mismo para la naturalización de la mentira como estrategia. El domingo en Colón se leyó un comunicado lleno de ellas que solo fueron tibiamente reconocidas como «inexactitudes» que contenían «gran parte de veracidad», emulando a aquel Rajoy que decía que todo era mentira «excepto alguna cosa».

Una vez más vamos hacia las urnas y el panorama es desalentador. Por mucho que acierte en el diagnóstico, la izquierda se diluye entre discursos voluntaristas y codazos internos impropios de su esencia, mientras los líderes de la derecha se erigen en predicadores morales que sobreactúan sin medida ni freno al calor de la bandera.

Desafección. Decepción. Hastío. Lo han conseguido: han acabado con nuestra ilusión por votar. *Periodista