El mar permanece revuelto y el corazón ahogado desde el inicio. El riesgo es insignificante porque huyen del infierno. Lo que esté por llegar no son más que pequeños peldaños hacía la esperanza. Y en mitad de la noche, la luz les alumbra con dureza y les pregunta:

- ¿De dónde sois?

- De la tierra, responden.

Y rezan para que sea el final de un largo viaje. Decenas de miles han sucumbido a la inmutable vigorosidad del mar, otros tantos han muerto por el camino. Hay quienes han palidecido en orillas de arena sangrienta, se han rendido en cualquier desierto por los límites de su fragilidad o se han sacrificado por sus vástagos en mitad de la oscuridad. Sobrevivir o sobremorir, la balanza más incierta de un drama que bien merece un pesebre.

Los refugiados trepan hacía el norte para buscar una vida plena -o humana- donde alcanzar un futuro en dignidad. Y nosotros no dudamos en señalizarles el camino con plena facilidad. Murallas como gigantes, concertinas, pelotas de goma o alambres de espino. Los gases lacrimógenos nos los ahorramos porque no les queda nada más por lo que llorar.

Y la ‘gran Europa’ permanece impasible mientras humanos luchan en la búsqueda intensa de un pesebre. Un lugar donde refugiarse de las maldades de un mundo que se alejó de Dios -de cualquiera de ellos- para abrazar la insensatez del bárbaro que ni siente ni padece. Un infierno natural donde la condición de humano quedo relegada hace tiempo a un segundo plano.

Ni siquiera Europa es capaz de preocuparse cuando los refugiados alcanzan su meta caminando sobre los cadáveres ahogados que les precedieron. O dar la dignidad suficiente a los campos de refugiados que tiene en su propio territorio.

Aún me estremezco cuando recuerdo los días en un lugar inhóspito de la recóndita tierra de Turkana. En mitad del desierto keniano más incierto, observé un mar de chapa que decoraba uno de los campos de refugiados más bestiales. Kakuma simulaba una torre de Babel de nuestro siglo. 188.000 almas que aspiran a todo en suelo suajili.

35 millones de refugiados por todo el mundo es una losa demasiado cruda como para no hacer nada. No podemos enorgullecernos de ser la tierra de los derechos humanos cuando somos incapaces de recostar a un igual en un pesebre digno. Quizá Dios abandonó este lugar para siempre, al menos en su ausencia intentemos hacer nuestro el cielo.