Todas las ideologías, filosofías y religiones han perjeñado, con mejor o peor fortuna, un paraíso que alcanzar. Tanto si se podía conseguir en esta vida --la sociedad marxista sin clases-- como si era para la otra, recuperando ese "paraíso perdido" armonioso y tranquilo que nos describió John Milton, el escepticismo humano ha buscado siempre sucedáneos de esa quimera, para por si acaso. Las vacaciones a la vista, responden a ese anhelo eterno tan enraizado en el corazón del hombre, a la vez que podrían ser también un trasunto proustiano del más sugerente tiempo perdido. Pero quizá no se trate más que de una "escapada" compulsiva a la manera de Vittorio Gassman y Trintignant . Todo puede ser, por separado y a la vez. Todo tiene su lógica después de un año entero de trabajo, rutina (para algunos, para otros es el cambio continuo) y abrigos.

Por eso, en septiembre nos acecha el síndrome postvacacional a causa de la vuelta a la rutina y al trabajo, de ver la amargada faz del jefe que siempre tiene razón, de volver a encontrarnos con ese compañero que no sé por qué nos hace mobbing desde que aparecimos por allí... Pero también, y sobre todo, a causa de la frustración de no haber alcanzado a cumplir ese anhelo que el mundo exterior casi certifica. Es el abismo existente entre lo que pedimos a las vacaciones y lo que realmente nos dan. El mal de nuestro tiempo. El desfase entre expectativas y realidades. Como las teles y el márketing hablan tanto de "paraísos soñados", pues nos los llegamos a creer.

DE LO QUE NO hablan es del calor húmedo tropical, de ése que no hay manera de quitarse de encima, de los mosquitos a todas horas, de las masificaciones, de los overbookings aéreos, del "¡oye, que no está nuestra maleta!" sobre la cinta transportadora del aeropuerto high tech .

Y si es algo más doméstico, los embotellamientos continuos, esa sensación de identificar el propio vehículo con una moderna piedra de Sísifo a la que estamos atados permanentemente y de la que no podemos escapar, los chiringuitos de la playa con esas horteradas de canciones veraniegas en perpetuum mobile , esas de letras tan inspiradas, porque el verano, dicen, es para descansar, y no puede haber, ni en música, ni en cine, ni en televisión, nada medianamente bonito ni bueno. Y los apartamentos, que se oye todo. Y el cochecito del nene que no cabe por ningún lado. Y las intensas jornadas de convivencia familiar, ésas que te aconsejan los psicopedagogos, que acaban como el rosario de la aurora, tanto diálogo y tanto conocernos, cuando los hijos lo que en realidad quieren es que no les conozcan ni sus padres.

Y la playa que cada año está más sucia a pesar del S.O.S. ecologista, y llena de piedras que te pegas unas tarascadas... Y, un calor del demonio, un pantano barométrico que no dejaba moverse una brizna --no había manera de hacer wind-surfing, ahora que ya habíamos dado (y pagado) las lecciones, y habíamos superado las tendinitis y distensiones musculares de rigor--, la suegra que está cada año más inaguantable, la mayonesa de las patatas bravas del otro día, no sé cuántas salmonellas debía de tener. Total, cuatro días con retortijones y tomando agua de limón.

NO ESTABA previsto. El hombre de nuestros días, en su orgullo megalómano cree poder controlarlo todo. Hasta el clima, a pesar de ser él mismo el que lo ha vuelto loco con sus ponzoñosas emisiones. Resulta a la vez jocoso y dramático lo que sucede durante las semanas santas, que tiene que hacer buen tiempo por decreto ley, porque así lo hemos programado. Y mira por donde, casi todos los años llega el diluvio universal como, por otra parte, corresponde al abril, aguas mil . Y a la vuelta, las caras largas de la frustración asoman por las oficinas y bares.

Es, como en el verano, el espejismo que nos hemos creado para sobrevivir mientras tanto. Esto del síndrome postvacacional es de toda la vida, pero como ahora hay más gente que se va de vacaciones, las expectativas son mayores y el terreno más abonado con tantas depresiones y así, pues ocurre que le ponemos nombrecito científico a todo. Luego se vuelve peor de cómo se fue uno, pero ya se pasará. Para acabar pronto con ésto llegarán las Navidades, para ilusionarse con los Santa Claus, Papá Noel y monarcas de Oriente. Y después, a pensar en las próximas vacaciones, que, éstas sí, serán como deben ser. Y es que, desde que el hombre es hombre, de ilusión también se vive.

*Historiador y médico