Cuando se cumplen 10 años del estallido de la guerra en Siria, no hay motivos para la esperanza. La resolución pacífica y acordada del conflicto, la liquidación del régimen de Bashar al Asad y el restablecimiento de un razonable clima de convivencia para afrontar el futuro parecen tan lejos de las intenciones de quienes manejan el conflicto que nada induce a pensar que más temprano que tarde callarán las armas. Demasiados actores regionales han hecho del campo de batalla sirio el escenario idóneo para defender sus intereses estratégicos: Rusia, acomodada en Oriente Próximo; Irán, a través de Hizbulá; China, desde lejos; varios países alineados con Arabia Saudí para mantener viva la llama de la confrontación con la república de los ayatolás; Turquía, vigía de la resistencia kurda.

Al mismo tiempo, la debilidad y las frecuentes divisiones de la oposición, la contaminación yihadista y la pasividad occidental, agravada con la retirada de Estados Unidos después de liquidar casi por completo la presencia del Estado Islámico, han favorecido el enquistamiento de la matanza, la tragedia de los refugiados y la desolación de los desplazados internos, obligados a vivir en condiciones de mera subsistencia. El resultado provisional de tal desastre es la continuidad del régimen que desencadenó las hostilidades el 15 de marzo de 2011, en el periodo más dinámico de las primaveras árabes. Con la verosímil hipótesis añadida de que la guerra se convierta en un conflicto de baja intensidad, algo así como una guerra crónica que permitirá al autócrata seguir en el poder e impedirá a la oposición desalojarle de él.

No hay, de momento, en la crisis siria un solo ingrediente que permita avizorar un cambio significativo en la correlación de fuerzas. Ni siquiera la complejidad de la presión migratoria en Europa, en la que el flujo de los huidos de Siria es un factor capital. La solución dada al problema a raíz de la multiplicación en 2015 de las oleadas migratorias, la conversión de Turquía en un contenedor de desplazados a cambio de cuantiosas cantidades de dinero satisfechas por la Unión Europea, quizá haya congelado la situación, pero está lejos de haberle dado una salida. Antes bien, la concentración de migrantes en los campos de refugiados de Turquía se ha convertido en un arma de extorsión en manos de un personaje tan imprevisible como el presidente Recep Tayyip Erdogan.

Nadie fue capaz de prever al sonar los primeros disparos que la degeneración del conflicto podía alcanzar el grado de virulencia que hoy conocemos; ningún actor externo a la refriega supo influir de forma decisiva para detener la carnicería. Y hoy la situación no es mejor porque la trama de intereses creados gracias a la guerra es de tal densidad que ahuyenta a cuantos pudieran desempeñar un papel mediador, sabedores de que la continuidad de Bashar al Asad es innegociable para demasiados contrincantes. De ahí que la guerra haya entrado en vía muerta y se haya impuesto la lógica del mal menor, aquel que a nadie contenta, pero que en nada modifica el estatus de los adversarios enfrentados, aunque el contador de los muertos no se detenga y el paisaje de ciudades en ruinas sea la viva imagen del legado que recibe una sociedad desmantelada.