No debería sorprendernos que el fracaso de una revuelta de los ricos contra los pobres de sesgo etnolingüístico, donde las autoridades y sus propagandistas protagonizan y alientan el incumplimiento de las leyes, conduzca a la violencia. Tampoco puede ya asombrarnos la actitud irresponsable de la alcaldesa de Barcelona, siempre dispuesta a comprender y relativizar las agresiones independentistas, y a restar legitimidad a los procedimientos democráticos: tienen el mismo peso condenas tras un proceso legal transparente y con todas las garantías, por un lado, e incendios, ocupaciones violentas del espacio público y agresiones por otro. Y no debería sorprendernos que la izquierda más lela justifique golpes a los ciudadanos que «provocan».

El procés es una contradicción permanente: la xenofobia simpática, el carlismo cool, la democracia sin reglas, la apuesta por la secesión y el farol para negociar. La sentencia del Tribunal Supremo, que es un triunfo del Estado de Derecho, señala que las autoridades independentistas «se presentan, en una irreductible paradoja, como personajes que encarnan un poder público que se desobedece a sí mismo, en una suerte de enfermedad autoinmune que devora su propia estructura orgánica».

Esta naturaleza ambivalente ha sido una de las características centrales del procés. Esta semana se ha vivido un momento cumbre: emboscadas tras el «tsunami democrático», las autoridades convocan protestas contra la sentencia, envían a la Policía autonómica para sofocarlas, mandan a los dos grupos a casa, felicitan a los que tomaron el aeropuerto por su trabajo y luego justifican la actuación de las fuerzas del orden diciendo que servía para evitar que acusaran a los manifestantes de sedición.

Esta contradicción, que incomoda a sectores más inteligentes del independentismo, quizá sea la más grave de todas. La razón principal que tiene un Gobierno para existir es que garantice la seguridad. En este caso, hay un Gobierno que alienta las mismas actuaciones violentas que luego debe frenar. Con una frivolidad parecida a la de Toni Comín, que anima a los secesionistas a dejar de trabajar para perjudicar a España, Torra y los suyos no solo degradan las instituciones, sino que ponen en peligro a todos los catalanes, y sitúan en una posición desconcertante a las fuerzas del orden. Es la deriva nihilista de alguien que sabe que ha perdido su pelea particular y a quien no le importa lo que, por culpa suya, pierdan los demás.

@gascondaniel