Cada día amanezco con la intención de abandonar de una vez el enfoque estrictamente político de esta crisis. Pero luego… En fin, les juro que a partir de mañana ensayaré otras perspectivas, pero hoy no me resisto a golpear de nuevo en el yunque, porque en la noche del miércoles y las primeras horas del jueves el semivacío Congreso fue escenario de un debate (¡el Debate!) que reflejó con precisión demoledora la forma en que la España institucional afronta este desafío sin precedentes. Que no lo está haciendo bien, desde luego. Seguramente porque no existe ninguna hoja de ruta (como se dice ahora), ninguna guía previa de cuál es la forma de salir de semejante laberinto mortal.

Cuando Sánchez informó de la situación y pidió una prolongación del estado de alarma se puso de manifiesto que todavía no sabe, no quiere o no puede explicar por qué tardaron tanto, él y su gobierno, en tomar medidas más drásticas y prepararse de verdad para la que iba a caer. Pretendieron no alarmar a la población, ni paralizar la economía, ni arruinar la imagen de un país abonado al turismo, ni arriesgarse a coger por los cuernos un toro tan feo y peligroso. No fueron conscientes (como creo que seguimos sin serlo muchos de nosotros) de las limitaciones previas con las que íbamos a capear semejante temporal. Y todo eso la ciudadanía tiene que saberlo, digerirlo y conocer, a partir de ahí, cómo saldremos de un devastador remolino que nos arrastra sin compasión, en una burla cruel a las pretensiones optimistas del Ejecutivo. No sé quien le escribe los discursos al presidente, pero la forma (defensiva e insincera) y el contenido (administrativista e inconcreto) no se remiendan con una retórica de falsa epopeya. Para colmo, la épica progresista no le pega nada a un gabinete adornado por resabios de lo más pequeño-burgueses (desde el chalet de Iglesias a la habitación en la clínica Ruber de la vicepresidenta Calvo).

Con flancos tan débiles, al secretario general del PSOE le cayeron encima las derechas, arreándole estopa a placer. Casado lo hizo con una intervención muy bien estructurada. Incluso Abascal tuvo momentos casi brillantes. Sus críticas eran contundentes y la mayoría irrebatibles. Pero claro… Ni el del PP fue capaz (como le dijo Echenique) de proponer alguna salida, porque es algo que ignora por completo, ni de aclarar qué ha pasado en Madrid, la joya de su corona conservadora y ahora la meca del coronavirus. El de Vox también se agarró al 8-M feminista, pero se calló lo suyo; ¿o es que él cogió la enfermedad manifestándose del bracete con las ministras? Eso sí, estuvo sublime al terminar con la frase de la noche: “Convirtámonos en un país avanzado científica y tecnológicamente (…) con la ayuda de Dios”. En las redes ha hecho furor la ocurrencia. La gente no entiende que el líder de la extrema derecha españolista tiene el corazón partío entre el credo paleorreaccionario y los dogmas fascistoides, entre la autarquía de la “Una, grande y libre” y el feroz capitalismo global. Entre la ciencia y el Altísimo. Ya se aclarará.

De los independentistas catalanes o vascos poco hay que decir. Esos llevan tiempo sin estar en este mundo, y ahora, cuando la plaga destroza sin paliativos sus credos micropatrioteros, ya no saben por dónde salir.

En resumen, aquí ya no caben los habituales argumentarios ni los trucos de los supuestos expertos en comunicación política. Iván Redondo, el gurú monclovita, está amortizado, y sus homólogos en Unidas Podemos y en las derechas igualmente. El bicho impone otra realidad, más dura, más imponente y radicalmente distinta. Esto no se arreglará correteando como pollos sin cabeza ni aprovechando la terrible ocasión para ganar puntos electorales. Hace falta otro discurso y otro entendimiento. Necesitamos mascarillas, test que funcionen, respiradores, organización y muchas toneladas de sensatez.