La ingente dosis de intensidad que el Zaragoza lució en el derbi ante el Huesca debió de dejar vacíos a los jugadores y técnico del equipo aragonés. No puede haber otra explicación ante lo que aconteció en Vallecas, un feudo donde la derrota era previsible pero no así el letargo colectivo que se convirtió en una pesadilla. Se acabó pues el sueño del ascenso directo, un premio demasiado gordo para una escuadra dormida en los laureles.

El Rayo fue mejor porque el Zaragoza fue mucho peor. Volvieron los groseros errores individuales, la peor versión de futbolistas clave y la inacción desde el banquillo. Natxo reaccionó demasiado tarde cuando el partido exigía una actuación rápida. El cuatrivote que plantó en Vallecas dejó de tener sentido, si es que en algún momento lo tuvo, cuando De Tomás agradeció la torpeza de Benito mandando el balón a la escuadra. Pero no. Natxo, tranquilo él, no tocó nada y mantuvo el plan a pesar de que la película exigía ya un guion distinto. Al Zaragoza le sobraba contención y precisaba desborde, uno contra uno, verticalidad y dinamismo. Salieron Papu y Febas sí, pero para entonces Trejo ya había sentenciado gracias a un nuevo regalo de Mikel. Y no es ni el primero ni el segundo.

Total, que el Zaragoza, curiosamente, mejoró cuando se fue hacia adelante y se lanzó al ataque. Hasta entonces, ni una sola llegada de los laterales, ni un tiro a puerta. Apenas un par de disparos desviados. Poco. Casi nada.

Se diría que al Zaragoza le sonó el despertador cuando el encuentro ya agonizaba y la fiesta envolvía Vallecas. La derrota duele no por la caída en sí sino por la forma de afrontar el combate. Porque los errores individuales dieron al traste con el plan A pero el encargado de presionar el botón del plan B se quedó dormido víctima de una sobredosis de valium. La misma que afectó a futbolistas que se pasaron el rato deambulando por la hierba como vacas que observan el tren. En segunda, la intensidad es como el valor en la mili. Se presupone. Sin ella, nada es posible.