Intenten mezclar en una coctelera los siguientes ingredientes, en las debidas proporciones y según su importancia: La cuestión catalana, sus consecuencias y sus ecos vasco y gallego -este último de menor intensidad-; el rebote de las comunidades autónomas irritadas, con razón, al no ver satisfechas sus necesidades de financiación en competencias como la educación y la sanidad; la inutilidad del Senado como cámara de representación territorial; las desmedidas ambiciones de Sánchez, aceleradas por la necesidad de que le aprueben los presupuestos; las amenazas de aplicar soluciones asimétricas y discriminatorias para los distintos territorios de España; los populismos que pretenden suprimir el estado de las autonomías y los que, sotto voce, propugnan un cambio de régimen; los continuos enfrentamientos entre las derechas y las izquierdas que hacen imposibles soluciones consensuadas; la desaparición del centro como lugar de encuentro de las fuerzas moderadas y constitucionalistas; la perenne inestabilidad institucional; la inexistencia de un modelo de país acorde con el nuevo tiempo y exigido por las nuevas generaciones; el progresivo desmoronamiento de los principios que hicieron posible la Transición; la existencia de una mediocre clase política únicamente interesada en hacer gestos hacia la galería; etc.

Añada cada lector lo que más le pueda afectar, por interés o proximidad; agite la mezcla sin añadirle alcohol, por razones de seguridad, y comprobarán el resultado: un esperpento. Un gravísimo problema político que padece nuestro país y que los responsables de resolverlo parecen desconocer y al que hacen oídos sordos.

A pesar de todo, este país funciona gracias a una sana, equilibrada y emprendedora sociedad civil. Nuestra esperanza es que así siga siendo, mientras podamos evitar el trabajo devastador que los políticos empezaron en 2015 o «pasemos» de ellos con todas sus consecuencias. Llevamos camino de parecernos cada vez más a los italianos, en la relación con sus gobiernos.

Recuerden que cuando se aplicó en Cataluña el artículo 155 de la Constitución, y se «suprimió» la clase política, durante seis meses no sucedió nada grave. El país funcionó sin problemas: las empresas, la sanidad, la educación, los transportes, etc. Todo se desarrolló con normalidad. Fue la mejor época en varios años del denominado proceso separatista.

Hagamos de la necesidad virtud y confiemos en una sociedad civil que, organizada a través de sus medios más adecuados, sea capaz de llegar hasta el fondo del problema, aportando soluciones, reivindicando, debatiendo en sus propios foros, transmitiendo a todas las capas de la sociedad mensajes de esperanza y propuestas para cada problema. En definitiva, no hay más solución que apartarse de lo políticamente correcto. Es posible que no será fácil sustituir a la negligente e ineficaz clase política que, elección tras elección nos ha caído en suerte, pero, al menos, se verá tan presionada que no tendrá más remedio que ponerse a la tarea, que no es otra que llegar a acuerdos que hagan posible lo que no dudo en calificar como la segunda Transición, empezando por determinar el modelo de país que queremos darnos.

SI hablamos de nuestra histórica comunidad, Aragón tiene una poderosa columna vertebral formada por entidades, empresas y profesionales de gran prestigio y cualificación que, debidamente comprometidos y «agitados», removerían a la opinión pública en todos los asuntos de interés para Aragón. Especialmente los referidos a la cuestión autonómica, de la que, si se cumplen algunas previsiones, podemos salir mal parados. Asunto sobre el que únicamente el presidente Lambán parece preocuparse y en el que unos se limitan a oponerse a cualquier idea, como principio básico de su política, otros callan por mudos y otros porque no saben que decir o no quieren decirlo.

Si Aragón no se deja ver más, si no articulamos una estrategia común para que «Aragón crezca en España», si no volvemos al espíritu del 78, si no procuramos llenar las calles por las ideas y no solo por el interés, seremos ninguneados y nos aparcarán en una vía muerta que no conduce a ninguna parte.