T ras la noche mágica de Reyes, el nuevo día amanece colmado de ilusión y regalos para los niños. Ellos son los príncipes del hogar y sus progenitores, los monarcas; los abuelos son... quienes verán pasar de largo ese tren cargado de esperanza que viaja hacia el futuro orientado por una estrella fugaz, un lucero que ya no brilla para ellos. Mucho se debate en los foros públicos, y con razón, sobre la precariedad del empleo, las expectativas de los jóvenes, el derecho a la conciliación familiar y tantos otros puntos de interés que suscitan desasosiego y preocupación cotidiana en una gran mayoría de ciudadanos; de los viejos pocos se acuerdan, salvo para recordar la amenaza de insostenibilidad que pende sobre su pensión, ese parco ingreso que ha servido para mantener muchos hogares durante la crisis y ahora encaminado a perder paulatinamente su poder adquisitivo; eso, claro está, cuando la cuantía llega al menos para cubrir las necesidades básicas de su titular. Sin embargo, cuando los mayores son también yayos y colaboran en la crianza de sus nietos, tienen asegurado un puesto de honor dentro de la familia, mas todo puede cambiar cuando dejen de ser útiles; es ley de vida. Muy pocos se ocuparán entonces de mitigar la creciente soledad de los mayores, muchos ni siquiera se interesarán por conocer sus necesidades afectivas y materiales. Una provechosa opción para estos veteranos curtidos en mil batallas y que se han quedado solos, consiste en compartir su vivienda, ya semivacía, con jóvenes que no pueden asumir un alquiler, pero sí pueden transmitir su alegría de vivir y confortar la última etapa en la existencia de un anciano solitario que, poco a poco, percibe que se está convirtiendo en un trasto inservible y, por tanto, prescindible.