Un importante sector de la sociedad, sobrevive forzado a una existencia solitaria. En torno a 66.000 personas de más de 65 años residen solas en Aragón; la mitad de ellas con más de ocho décadas de existencia, constituyen el grupo de máximo riesgo en el que se ha cebado con especial virulencia el covid-19.

Nadie desea la soledad impuesta por distanciamiento o desaparición de los más próximos. Pero demasiadas veces, quienes tienen vínculos de sangre muy a su pesar no llegan a todo, en tanto que amistades y vecinos de edad similar bastante tienen con cuidar de sí mismos, en la medida en que aún puedan hacerlo. Conclusión: el anciano tiende a quedarse paulatinamente aislado, sin posibilidad de eludir su inapelable reclusión. Viviendas sin ascensor, vecinos que apenas se conocen o se ven de muy tarde en tarde, fragilidad de salud, debilidad económica, limitación de motricidad, dependencia; todo se erige como barrera insuperable para imponer un confinamiento exclusivo de la ancianidad, sin posibilidad alguna de desescalada.

«Vivir no es tan divertido y envejecer, un coñazo» afirma Óscar Tusquets, mientras presume de viejo cascarrabias, justo cuando mayor es la sensibilidad social hacia los mayores, fruto de la terrible tragedia que se ha padecido en tantas residencias. Para conocer la dimensión real de la problemática de los mayores en nuestra comunidad, el Gobierno de Aragón, a instancias de Mª Victoria Broto y Ángel Dolado, ha creado el Observatorio de la soledad, adscrito y presidido por el Justicia de Aragón. Si envejecer no es una condena, ha de intervenirse en cambiar el modelo de residencias, que no asilos, el cual debería evolucionar de tal forma que su mejoría, además de primar los valores humanos, no implique la exclusión de quienes no puedan pagar un servicio excelente.

*Escritora