He visto a la gente del pueblo fijar con medroso pesar sus pupilas en las llamas silentes que desperezan su ondulada luz en el improvisado altar de Atocha, y he observado una húmeda emoción que volvía su mirada más brillante. Nada que ver con la seguridad, con la facundia, con el cálculo, con la estudiada cortesía, con el disimulado temor por el futuro profesional que puede atisbarse en la mirada de los que desfilan, contestan y preguntan en la comisión de investigación.

Aquella gente sencilla expresaba temores primarios y compasiones sinceras, mientras que en la comisión aparece en todo su esplendor la habilidad dialéctica, la maniobra calculada, la respuesta cauta, en fin, el espectáculo de la miseria moral que sería divertido de no ser porque se sustenta en la base de un montón de cadáveres.

Un ministro de Interior ausente --Acebes-- pero claramente empeñado en confundir sus deseos con la realidad; un vicepresidente de la comisión que habla previamente con los testigos, y que en cualquier parlamento anglosajón hubiera sido enviado al ostracismo, pero que permanece en su puesto, después de mentir dos veces diciendo que no había hablado con el testigo, la primera; y que le había dado permiso el presidente, la segunda. Unos funcionarios policiales que se cogen el testimonio con papel de fumar, porque su destino y su ascenso pueden verse afectados por un matiz en su testimonio. Y, al fondo de este paisaje de taimados, egoístas, maniobreros, aprovechados y pillos, los ataúdes ya incinerados o inhumados, los deudos con su dolor y sus recuerdos.

Bécquer sólo vio unas hojas resecas sobre una lápida, tras la despedida funeraria. Contempló la soledad normal y cotidiana. A mí me parece mucho peor ésta, más obscena y más terrible, porque es un olvido y una soledad que se comete con el mayor de los desprecios enarbolando, en teoría, la memoria de los muertos.

*Escritor y periodista