A la hora de celebrar que el Gobierno de Aragón ha regulado (más o menos) el control y manejo de los purines de cerdo (ya saben: si no son abono, no se pueden verter), el presidente de la Unión de Agricultores y Ganaderos de Aragón (UAGA) lamentó que el sector del porcino esté siendo demonizado por «urbanitas» que no tienen ni idea de la cuestión. Bueno, yo soy uno de esos urbanitas. Y no es que no me guste la crianza de tocinos... así, porque sí. En realidad, la percepción que tenemos de las cosas los habitantes de grandes ciudades no proviene tanto de nuestras manías o de nuestros evidentes desconocimientos, como de un hecho que condiciona todos nuestros juicios: sin derecho a ejercer el victimismo, podemos llamar a las cosas por su nombre.

En Zaragoza, ya se sabe, muchos queremos que el Pirineo conserve sus paisajes, que los ríos lleven agua y que se respeten sus cauces, que el llamado mundo rural utilice sus recursos naturales con inteligencia, que el sector agroalimentario cree valor añadido mediante producciones de calidad ajustadas a la demanda de mejor nivel, que cada cual viva donde quiera y pueda... Lo cual parece que nos lleva al desfase y a no saber ni de qué hablamos ¿Con qué derecho ponemos en cuestión el masivo vertido de purines? ¿A qué tanto escándalo porque Aragón sea el territorio con mayor cabaña porcina de España y se disponga a engordar y sacrificar al año que viene 20,6 millones de cabezas, cuando en 2017 solo (¿solo?) fueron 6,5 millones? ¿Cómo se nos ocurre escandalizarnos porque esta comunidad siembre cada vez más transgénicos mientras su producción ecológica va despacito, despacito? ¿De qué vamos?

Los urbanitas tenemos de todo y somos superprivilegiados. Así que no estamos en condiciones de quejarnos por nada ni mucho menos pretender opinar sobre las desdichas de un territorio que se despuebla sin remedio porque los allí nacidos han renunciado a emprender y aprovechar sus oportunidades y recursos... y se han venido tan campantes a la ciudad. Nos callamos pues.