Enfrentarte a la muerte de un ser querido es uno de los mayores retos que podemos afrontar, el impacto emocional es tan bestia que todas las emociones negativas, hasta las que no sabías que existían, se entremezclan. Hay mucha literatura sobre el duelo, manuales que sugieren distintos mecanismos para sobrevivir emocionalmente. Y en todos ellos es imprescindible el calor familiar y social, el apoyo físico, esos abrazos que reconfortan, porque el dolor también se siente en el cuerpo. Abrazos que hoy les son negados a tantas decenas de miles de personas que cada día pierden a un ser querido. Da igual que mueran por el covid-19 o por otras patologías, lo cierto es que se nos están muriendo solos, muy bien atendidos por unos servicios sanitarios impecables pero sin un último apretón de manos, sin el último 'te quiero', y esa soledad es como una carcoma que taladra a quienes se enfrentan a la pérdida de su ser querido. Y luego está la impotencia colectiva, la que ata de pies y manos a quienes no podemos acompañar en la despedida silenciosa, vacía y enmascarillada para ayudar a sobrellevar su sufrimiento a quienes tanto queremos.

Por eso el dolor, hoy, es global, no hay más que ver las inmensas colas en China para recoger las cenizas de quienes no han sobrevivido al virus. Colas que veremos en España cuando acabe nuestra cuarentena. Vivimos en un duelo permanente y también muy desgarrado cuando lo comparto con mis queridas Chon y Lola. Ramiro y Matilde, dos personas extraordinarias que se han ido con la misma discreción con la que han vivido, siempre estarán en mi corazón y algún día les haremos el homenaje póstumo que los dos merecen. No olvidaré la gran disertación científica sobre la listeria que me hizo Ramiro cuando su memoria se empezaba a vaciar, ni los caracoles de Matilde, los mejores que comeré en mi vida. Los viviremos juntas cuando acabe esta pesadilla.

*Periodista