¿Son eficientes las empresas? Algunas, sí, pero otras muchas no lo son. Cuando yo era estudiante me enseñaron que la competencia obligaba a las empresas a ser extremadamente eficientes, porque, si no lo eran, sus ventas se reducirían, sus beneficios se esfumarían y, tarde o temprano, tendrían que cerrar. Esa era una manera de justificar la importancia del concurso y de la quiebra: hay que dejar caer a las empresas ineficientes porque, de otro modo, su continuidad pone en peligro a las empresas que podrían ocupar el puesto de aquellas en el mercado. Y sostener una empresa ineficiente con medios públicos es un despilfarro de recursos.

Esta explicación exige algunas matizaciones. La competencia no es tan intensa como para obligar a todas las empresas a ser excelentes en su funcionamiento de manera continuada. Los procesos de decisión llevan tiempo: el progreso tecnológico tarda tiempo, a veces mucho tiempo, en imponerse a todas las empresas. Las empresas tienen más o menos poder de mercado, es decir, capacidad de frenar a los competidores y mantener las ventajas, sea mediante la innovación, sea mediante el recurso a la regulación o por otros medios. Y cada empresa tiene sus propias motivaciones, que hacen que esté dispuesta a perder en beneficios con tal de mantener cuota de mercado u otras ventajas.

Pero el coste de la ineficiencia existe, y es importante, porque ese coste lo pagamos todos, en forma de menor crecimiento de la productividad y, por tanto, de los salarios. Los factores causantes de las ineficiencias son muchos: fricciones en los mercados financieros, poder de mercado, desigual peso de los impuestos (un impuesto siempre tiene un efecto desanimador de algo, sea consumir, ahorrar, fumar o comprar una casa, y eso frena la actividad económica), costes administrativos y burocráticos (en España esos costes son importantes, a la vista de los estudios de Doing Business del Banco Mundial), subsidios, fallos en los mecanismos de gobernanza… Aquí me fijaré principalmente en dos aspectos de esa ineficiencia: el financiero y el laboral.

Las empresas necesitan crédito para su funcionamiento ordinario y también para sus planes de expansión, porque gran parte de las inversiones se financian con crédito. Un mercado crediticio ineficiente es un freno no solo para el crecimiento de la empresa, sino también para su supervivencia, por ejemplo en situaciones de recesión o cuando los bancos cierran el grifo del crédito. La OCDE publicó el año pasado un estudio sobre las empresas zombis («muertos vivientes»), que definía como aquellas que, con 10 o más años de vida -es decir, no son start ups- cuyos beneficios no cubren los intereses que pagan durante más de tres años.

En el caso español, referido al año 2013, el estudio concluía que el 10% de empresas, que daban empleo al 12% de los trabajadores y empleaban el 15% del capital, eran zombis, y que esto congelaba el 15% del capital de las empresas españolas. O sea, la desaparición de esas empresas (que, lógicamente, estaban concentradas en el sector inmobiliario y sectores próximos) favorecería el crecimiento de la productividad, de los salarios y de los beneficios, al permitir orientar los recursos financieros hacia usos más eficientes.

En el fondo, el problema financiero se remite a las reglas de limpieza del balance de los bancos ante créditos incobrables, al funcionamiento de los concursos y procesos de resolución de quiebras, a las medidas de protección del empleo en esas situaciones... o sea, los costes de recolocar el capital hacia usos más eficientes, y quién carga con esos costes. A veces, mantener esos costes puede ser una buena medida, cuando la empresa es viable y simplemente tiene que sortear una coyuntura transitoria difícil. Pero otras veces mantener una empresa en vida, para evitar las pérdidas a los accionistas o a los acreedores, especialmente a los bancos, puede tener costes muy altos para todos.

El otro gran ámbito de eficiencia reducida es el laboral. Los costes de despido de los empleados son un freno a la recuperación de las empresas y a la recolocación de los trabajadores hacia empleos más eficientes, y con menores costes para la Seguridad Social. Por ejemplo, las empresas se resisten a superar el tamaño a partir del cual los requisitos de representación de los trabajadores o los costes de contratación son mayores, lo que supone un freno al crecimiento normal de las empresas y, por tanto, de la productividad. Y algo parecido ocurre con la dualidad de los contratos laborales: las empresas en pérdidas tendrían interés en despedir a sus trabajadores más caros, pero despiden a los menos caros, precisamente porque son más baratos. Y, claro, esto impone un coste al conjunto de la sociedad.

*Profesor del IESE