Ha llegado el final de este año escolar, justo en el momento en que los mandamases políticos están pactando cómo y con quién formar los gobiernos regionales y el nacional. En ese turbio mercadillo siempre hay algunos gerifaltes políticos interesados en el bienestar de la infancia. Por ello, el principal objetivo de este artículo es contribuir a introducir en el debate nacional el tema de la educación de los niños y niñas más débiles.

Hoy, todos los políticos, independientemente del arco ideológico del que procedan, defienden que las escuelas actuales tienen que ser inclusivas. Sin embargo, si se analizan sus discursos y sus declaraciones programáticas, se comprueba que jamás han aclarado qué es lo que entienden por escuelas inclusivas. Y mucho menos se han parado a reflexionar si ese tipo de escuelas son posibles en una sociedad cuyos valores hegemónicos son la competitividad individualista y la obtención del máximo beneficio con inversiones especulativas de tipo económico y de capital humano. Quizás el hecho de que la UNESCO impusiera la denominación de escuelas inclusivas, tan neutra y tan políticamente correcta, explica que la interpretación que hacen los políticos acerca del tema tenga poco o nada que ver con la que hacen los expertos. Al final, todo se reduce al uso de nuevos términos para esconder las viejas carencias de los sistemas educativos.

Los gobiernos consideran que la inclusión escolar se logra aprobando leyes que obliguen a todas las escuelas ordinarias a recibir niños con algún tipo de discapacidad, pero al mismo tiempo manteniendo abiertos los colegios de educación especial. Este planteamiento reduccionista considera que una escuela ordinaria se convierte en inclusiva con solo permitir la implementación de pequeñas adaptaciones curriculares en función de las capacidades de cada alumno, con lo cual deja en manos de los profesionales del diagnóstico psicopedagógico la determinación de quiénes deben ser escolarizados en los colegios ordinarios y quiénes en los colegios de educación especial. Lo menos importante para los gobiernos es propiciar un cambio radical en todas las escuelas para que puedan satisfacer de manera positiva las necesidades educativas de todos los alumnos, independientemente de sus capacidades y de su procedencia sociocultural.

Esa concepción tan reduccionista tiene poco que ver con lo que piensa la práctica totalidad de los expertos en el tema. Veamos un par de ejemplos. Según Roger Slee, la educación inclusiva no se reduce a diagnosticar, clasificar e identificar a los alumnos con necesidades educativas especiales para después permitir que asistan a las escuelas ordinarias solo aquellos que son capaces de alcanzar los objetivos mínimos impuestos por la ley, mediante algunas adaptaciones curriculares. La educación inclusiva jamás puede ser un problema técnico que resolver mediante un conjunto de medidas compensatorias, bien sean adaptaciones curriculares, cambios físicos de las escuelas, o la introducción de profesores de apoyo. Entendida de ese modo, la educación inclusiva se reduciría a introducir la educación especial en las escuelas ordinarias para el grupo que Giroux denomina «los alumnos excedentes». Según ambos autores, las escuelas inclusivas tienen que ser el resultado de un proyecto político destinado a descubrir cuáles son los mecanismos ideológicos, económicos y sociales que originan la marginación de determinados colectivos. Antes de diseñar un modelo de escuela capaz de satisfacer las necesidades de cualquier alumno, independientemente de sus capacidades y de su procedencia sociocultural, es imprescindible haber desarrollado políticas encaminadas a neutralizar las causas que determinan la exclusión de los colectivos marginados. O dicho de otro modo: no puede haber educación inclusiva sin una reforma social cuyo objetivo sea la eliminación de todas las barreras que impiden a ciertos individuos participar activa y democráticamente en el devenir social cotidiano por el mero hecho de padecer un determinado síndrome o por proceder de una cultura diferente a la hegemónica.

Debido a la ambigüedad calculada que implica la denominación de escuelas inclusivas, los gobiernos entienden que cumplen con el precepto de la UNESCO, permitiendo que entren en las escuelas ordinarias los alumnos que antes asistían a los colegios especiales, o que no estaban escolarizados. Evidentemente, esa apertura es un requisito necesario pero no suficiente. Cuando además la apertura es ínfima, como ocurre en la práctica, en lugar de ser un prerrequisito se convierte en una tomadura de pelo. Por ejemplo, a diferencia de los «niños normales», a quienes la legislación permite que sus padres y madres elijan el colegio público más próximo al domicilio familiar, o el que les dé la gana si pueden pagarse un centro privado sin subvencionar, esa legislación no concede los mismos derechos a los niños y niñas que padecen algún tipo de discapacidad. A estos alumnos, según sea la etiqueta diagnóstica que les haya sido asignada, solo se les permite que asistan a aquellas escuelas ordinarias que determina la administración educativa basándose en argumentos tecnocráticos bastante cuestionables y discutibles, sin tener en cuenta la distancia al domicilio familiar y sin contar con la opinión de sus padres, lo cual implica en muchas ocasiones separarlos de sus hermanos.

*Catedrático jubilado, Universidad de Zaragoza