A principios de la Transición política, la periodista Pilar Urbano era una profesional a la que se consideraba muy próxima a La Moncloa. Esa proximidad le permitió divulgar una curiosa teoría que, al parecer, sostenía Adolfo Suárez en conversaciones privadas y, gracias a la cual, el llorado presidente, al que ahora dicen las encuestas que preferiríamos ver de nuevo al mando (¡a buenas horas, mangas verdes!), se sentía optimista incluso en las peores situaciones. Era la teoría de la mierda --con perdón-- y, según su creador, consiste en que a lo largo de la Historia los españoles hemos demostrado con creces una enorme tolerancia hacia esta fétida sustancia, de modo que no nos molesta mucho caminar con los zapatos hundidos en ella, incluso sumergir medio cuerpo y seguir avanzando como si tal cosa. Pero, ¡ay!, cuando el nivel excrementicio llega a un punto intolerable -pongamos por caso, a la altura de la boca-- siempre nos sacudimos las heces a manotazos y no paramos hasta dejarlo todo como los chorros del oro. Si alguno de los lectores piensa que acabo de inventarme esta teoría, le remito a las hemerotecas.

Tal vez sea un rasgo característico de los españoles. Si así fuera, me temo que el zafarrancho general tiene que estar a punto de dar comienzo… a partir del kilómetro cero, donde se ubica la sede del Gobierno de la Comunidad de Madrid. Allí donde reinaba hasta hace poco el actual inquilino de la prisión de Tres Cantos, Ignacio González.

Desde luego, en lo de la tolerancia acertaba: para certificarlo no hay más que ver las toneladas de fiemo acumuladas durante las últimas décadas en Valencia, Baleares, Madrid, Murcia o Cataluña, y los resultados electorales que se han venido produciendo en esas comunidades. Pero la última paletada que el juez Eloy Velasco ha lanzado sobre este gigantesco estercolero con su Operación Lezo reúne todos los requisitos para pensar que el nivel de porquería ha llegado a tal altura que, a partir de ahora, si queremos respirar no nos quedará otra que tragar. Si Suárez acertaba también en la segunda parte, algunos pueden ir preparándose.

Porque al caso no le falta ni un solo ingrediente. Hay en él políticos, hay rufianes y rufiancillos, hay empresarios muy principales, alguno amigo del Rey y otro, ministro con Franco. Hay financiación ilegal del PP. Hay policías fulleros y magistrados -o magistradas- correveidiles que dan el agua a los cacos cuando la pasma se acerca al lugar del saqueo. Hay secretarios de Estado que se reúnen con esos cacos al día siguiente de haber sido advertidos de que se les investiga. Hay mensajes sms del ministro de Justicia (¿?) en los que hace votos para que «se cierren los líos» en los que está inmerso el cabecilla de la organización. Hay micrófonos que se colocan con nocturnidad en un despacho privado, y lo hacen guardias civiles, que abren las puertas con ganzúa por orden de un juez. Un juez que está hasta el moño de ver cómo alguien avisa a los investigados siempre que decide intervenir un teléfono. Hay cantidades astronómicas de dinero de todos que van y vienen de paraísos fiscales. Hay negocios ruinosos para usted y para mí, no para ellos.

Pero hay algo más que hace especialmente irrespirable el ambiente. Hasta ahora una serie de jueces decididos a cumplir con su deber y una Fiscalía Anticorrupción, intachable en general, han puesto en claro una buena cantidad de asuntos sucios. Y lo han hecho a pesar de todos los palos en las ruedas, de la escasez de medios que los últimos gobiernos han puesto a su disposición, de las trabas para facilitar información clave por parte de las administraciones, del eterno arrastrar los pies con el que muchos dirigentes políticos simulan combatir la corrupción. Y de un sistema procesal que nadie se decide a cambiar aunque proporcione mil y un subterfugios para dilatar la acción de la Justicia a los picapleitos que defienden a los chorizos más egregios. Y más ricos, que los rábulas pasan elevadas minutas.

La cosa empieza cuando Consuelo Madrigal, la anterior Fiscal General del Estado nombrada por el Gobierno del PP, recibe sugerencias «desde arriba» para cambiar a ciertos fiscales que llevan casos relacionados con el partido gubernamental. También se sugiere a Madrigal el nombre de quien ha de sustituir, tras su jubilación, al fiscal Salinas al frente de Anticorrupción. El candidato «bien visto» es Manuel Moix, el único de los aspirantes sin ninguna experiencia en esa materia aunque había ocupado con anterioridad la Fiscalía Superior de Madrid. Veamos algunos de sus méritos.

Por ejemplo, se negó a acusar de desobediencia a Esperanza Aguirre cuando se largó delante de las narices de los policías municipales que estaban sancionándola por aparcar indebidamente. Se opuso a que Rodrigo Rato durmiese en dependencias policiales cuando le detuvieron por fraude, desfalco y blanqueo de capitales. Todo lo contrario del celo con el que impulsó la acusación contra el juez Elpidio Silva, que había tenido la mala idea de enjaular a Miguel Blesa. Intentó, además, abrir un proceso penal contra los medios de comunicación que investigaban los correos de Blesa y las tarjetas black. No lo consiguió, pero inició una investigación sobre la filtración. También intentó archivar el caso del espionaje en la Comunidad de Madrid… ¿Puede extrañarle a alguien que Ignacio González y su buen amigo Eduardo Zaplana se felicitasen por su nombramiento como Fiscal Anticorrupción?

Porque finalmente le nombraron. La señora Madrigal, a quien se daba por segura para seguir en la Fiscalía General, se mostró poco receptiva a las sugerencias y a última hora el Gobierno cambió de opinión para sustituirla por José Manuel Maza, tan conservador como ella pero mucho más abierto a recibir otros puntos de vista. Y, oiga, hechos son amores: toda una escabechina en las fiscalías calientes y Moix nombrado Fiscal Anticorrupción. Aunque otros fiscales habían advertido a Maza sobre la existencia de esa grabación de la charla entre González y Zaplana.

Y ya en su nuevo cargo, el señor Moix ha seguido haciendo nuevos méritos. Primero, oponiéndose al registro de un despacho vinculado a Ignacio González tras su detención aunque tuvo que dar marcha atrás después de la rebelión de sus subordinados. Después, ordenando al fiscal que se encarga del caso que abandonase Anticorrupción. Por el camino ordenó también que los fiscales no acusaran a los imputados de constituir una organización criminal.

Se puede pensar que son discrepancias técnico-jurídicas normales, como cree el ministro del ramo, pero llama la atención que Moix discrepe siempre hacia el mismo lado. También se puede pensar que la independencia de los jefes de los fiscales está en entredicho. Y hasta se puede pensarque nos mean y dicen que llueve.

En todo caso, si Adolfo Suárez tenía razón, vayamos preparando el mocho y el detergente porque hay tajo por delante.