Finalmente, el Banco Central Europeo (BCE) ha movido ficha ante los nubarrones que amenazan la economía del euro. El presidente de esta institución, Mario Draghi, en su penúltima intervención antes de dar el relevo a Christine Lagarde, anunció ayer un conjunto de medidas de estímulo económico, entre las que destacan dos: una mayor penalización a los bancos que guarden dinero en lugar de prestarlo y la reanudación del programa de compra de deuda, por 20.000 millones de euros al mes. Se trata de medidas tan esperadas como necesarias -hubo quien incluso preveía más contundencia- para una zona euro que, sin estar en recesión, debe prepararse para un empeoramiento de la situación, sobre todo si el Reino Unido se aboca a un brexit duro y Donald Trump no enfría la guerra comercial con China. No puede negársele a Draghi la voluntad de orientar las decisiones del BCE al estímulo monetario en momentos críticos (lo hizo en el 2012, en plena crisis de la deuda). Por eso, deben ser tenidas en cuenta sus advertencias a los gobiernos de que impulsen políticas fiscales que contribuyan al crecimiento, en alusión a Alemania, que tiene margen para hacerlo. No puede caer todo el peso del lado del BCE, vino a decir Draghi. El hecho de que las medidas no se aprobaran ayer por unanimidad deja entrever división en el seno del BCE, tras años de medidas extraordinarias. Un aviso, como también lo es que el BCE rebajara las previsiones del crecimiento en la zona euro, al 1,1% este año, y el 1,2% el próximo.