La playa en el mes de agosto en el litoral del Este y Sur español es algo de lo que hay que huir si se tiene un poco de sensibilidad. Afortunadamente empieza septiembre, un mes iniciático, suave y melancólico, donde los haya. El verano se empieza a desvanecer, se reinicia todo (incluidos los ordenadores) y queda la nostalgia de las vacaciones terminadas. He pasado los calores infernales de agosto en una playa de la costa mediterránea, para mí un castigo divino porque personalmente hubiera elegido disfrutar mis vacaciones en las Rías Altas gallegas, donde el mar está a 18 grados, las inmensas playas están razonablemente vacías, se come un marisco excelente —aunque no sea época—a un precio asequible, y los paisajes son de una belleza estremecedora. Pero mi falta de previsión y el tiempo que se me escapa sin darme cuenta me han metido en el barullo del agosto playero sin remisión.

Me horroriza reconocer los sucios y mal educados que somos los españoles (algunos, para no generalizar) cuando el espíritu vacacional y familiar de tribu relaja al personal en sus días de merecido asueto y se creen dueños del mundo; haciendo realidad la temida frase: «Aquí cada uno hace lo que le dé la gana». Cuando leí la tontería de la señora británica que se quejó porque había muchos españoles en Benidorm, sonreí a punto de soltar la carcajada. Daban ganas de decirle: «Oiga, pues elija usted otro sitio de vacaciones». Pero, el mensaje estaba lanzado: las masas se convierten en bárbaros que invaden un territorio, o el propio territorio, sin respetar las normas de convivencia.

He comprobado asombrada cómo la gente se marcha de la playa dejando sobre la arena las bolsas de plástico, las latas de bebida, ¡los pañales del bebé!, los vasos de plástico de la cervecita comprada en el chiringuito cercano, las colillas de los cigarrillos, los envases de los helados, y las odiosas toallas higiénicas, entre otros objetos, a la espera de que la marea suba y el mar se trague inocente toda la mierda consumista del personal en vacaciones felices. Les importa un rábano que el Mediterráneo se esté convirtiendo en una cloaca. Ellos, esas familias que asaltan las playas como si hubieran alquilado unos metros de arena, ya se han bañado, han consumido, han dejado su rastro, y mañana volverán a hacer lo mismo. Y hay que decirlo, esas playas de la costa española están provistas de papeleras y contenedores de todos los colores para dejar los desperdicios de forma ecológica, pero son pocos los que pisan la arena caliente para depositar su basura.

Al atardecer, cuando llega la hora de airearse por el paseo marítimo viene la escena de ir mirando al suelo para evitar pisar los excrementos de la infinidad de perritos enanos y ladradores cuyos dueños pasean de la correa con absoluta indolencia. Por la noche, cuando el termómetro roza los 30 grados, y casi no corre el aire, solo se huelen los orines de los dichosos perros protegidos. Suciedad y falta de educación. Algo muy español. Todavía.

*Periodista y escritoraSFlb