En mi sueño tengo la boca llena de tierra. Asqueado, me saco la tierra con la mano, a puñados, pero hay mucha y me cuesta horrores sacarla al exterior, expulsar el vómito terroso que de alguna forma ha germinado en la maceta de mi organismo. Mientras me ahogo, voy sacando la tierra que, increíblemente, sigue apareciendo por mucha que extraiga.

Me siento tan inútil como el niño que quiere atrapar al mar en un hueco de la orilla, a base de sacar y sacar cubos de agua del océano. En mi caso, el mar y la orilla, todo junto, se encuentra en mi boca, ahogándome, enterrándome. Qué agonía más grande, madre mía. En mi siguiente sueño corro como un loco por la ciudad. A toda velocidad. Y no es para menos; tres vendedores de enciclopedias me persiguen sin descanso, pisándome los talones. Tengo que escapar de ellos a toda costa. Doblo una esquina y me encuentro en un callejón-cocina-restaurante sin salida. A un lado fríen salchichas y al otro hierven cangrejos. Dudo un segundo, pero finalmente me lanzo sobre el mostrador de los cangrejos con decisión. Salto con todas mis fuerzas, caigo con una pierna sobre el mostrador y salto de allí a la calle de al lado.

Sin embargo, al darme impulso con la pierna, la cazuela con los cangrejos hirviendo salta también en mi dirección y los cangrejos vuelan por el aire hacia mí. El tiempo se congela y como a cámara lenta siento las pinzas de los malditos bichos en mi cuerpo. Para esquivarlos, hago un violento quiebro en el aire, salto impetuosamente en el aire hacia la derecha pues los cangrejos vuelan hacia la izquierda. Sí, salto hacia la derecha, en el aire, con todas mis fuerzas, salto y... me despierto de golpe, en el suelo. Me he caído de la cama.

* Escritor y cuentacuentos