En una de las series televisivas más premiadas titulada Treme, que se sitúa en Nueva Orleans después del Katrina, seguramente por el cabreo originado por la reiterada ausencia del Estado después del desastre, uno de los protagonistas, un profesor de universidad, se suicida, se sube a un barco y desaparece dejando a su familia en la perplejidad. Su hija adolescente nunca entenderá el abandono de su padre y le acusa de cobardía, se pone ella misma en peligro y no se sabe si el daño psicológico causado le acompañará toda la vida dejando secuelas. Casos hay. No es pues una vida que se pierde, son las que se quedan afectadas irremediablemente. En España, unas 3.500 personas se quitan la vida cada año, 10 al día, el 75% hombres. En el mundo, casi un millón al año. Ya es la primera causa de fallecimiento no natural desde hace 11 años y el número de víctimas triplica el de accidentes de tráfico. A pesar de tan llamativas cifras se habla poco del suicidio. Será por la estigmatización de origen religioso condenando al suicida al fuego eterno e incluso negándole entierro en tierra sagrada. O quizá en algún momento primó el silencio para evitar el efecto contagio, como si un suicidio llamara a otro. Ahora la OMS recomienda lo contrario, hay que informar de manera responsable y adecuada. La conducta suicida no va asociada a la valentía o a la cobardía, sino a un alto grado de sufrimiento. A veces es una decisión personal por circunstancias respetables pero en otras, con el tiempo, la persona agradece que se evitara lo peor. Hay que plantear políticas de prevención.

*Profesor de universidad