Ya no hay conversaciones sobre lo cotidiano en los vagones de los trenes, porque simplemente ya no hablamos y tras la máscara escondemos nuestros pecados, pero también todos y cada uno de nuestros deseos que se han quedado mudos y aislados. Nos miramos menos porque simplemente hemos olvidado qué significa una mirada y no queremos sufrir con las miradas heridas de los otros, para qué. Nos queremos casi apenas y sin casi y así, entre números que hablan de la muerte y de la enfermedad, nos vamos haciendo cada vez más insensibles y doblemente sumisos y escuchamos el viento que ruge en la ciudad y pensamos que hasta el viento anda confundido todo el tiempo, como si el viento tuviera la culpa de algo, como si el viento fuera el subordinado de un ente maléfico que todo nos lo quiere arrebatar. Sobre todo la vida, que es nuestra propiedad más valiosa.

Por eso necesitamos encontrar culpables y lo necesitamos a diario y con urgencia, para de esa forma alimentar nuestra alma de una esperanza que se ha vuelto negra y que es como un agujero imperfecto en el que todo, menos la esperanza, tiene cabida, porque nos hemos desesperado con la esperanza de que algún día nos entenderían, se entenderían y los entenderíamos, a pesar de ser conscientes de que día a día el susurro arrastrado de los días que preceden al de hoy es cada vez más sordo y cruel. Pero necesitábamos entender algo, necesitábamos entender por qué, cuando las calles se visten de pálido amarillo y sonido metálico que tatúa la palabra dolor en cada una de sus avenidas, ellos tampoco sabían entenderse y no entendían nada y seguían celebrando y quemándonos en la fiesta de sus vanidades, que era, es imperfecta y está manipulada con titulares contradictorios que nos confunden todavía más y entonces ni siquiera sabemos qué sentir y lo único que sentimos es la sangre palpitando en nuestras sienes y nos hacemos peores personas, porque hemos perdido la capacidad de la sorpresa, porque no creemos y en retiro y soledad tendremos que empezar a construir pequeñas trastiendas en el lado amable de la ciudad y allí volver a ser nosotros, libres, con coraje. Y en esa nuestra pequeña trastienda de verdad comenzar de nuevo a ser personas, hasta que una luz formidable haga astillas los tiempos de egos que nos pesan como el plomo, y el rubor y la ternura se alarguen y sean la huella de este presente tan incierto.