Pedro Sánchez no logró ayer ser investido presidente del Gobierno en segunda ronda. Las negociaciones con Unidas Podemos (UP) para confeccionar un Gobierno de coalición de izquierdas fracasaron a causa de las diferencias en la composición del Ejecutivo y en medio de un triste espectáculo de filtraciones, reproches y acusaciones mutuas. La imagen de Pablo Iglesias en la misma tribuna del Congreso proponiendo a Sánchez una última oferta poco antes de la votación definitiva resume una negociación que puede calificarse de poco edificante.

Durante semanas, la ciudadanía ha asistido a la retransmisión en directo de una negociación que no era tal, sino una lucha por el poder en la izquierda plagada de desconfianza y animadversiones personales que ya se dio en el 2016 por la pretensión de Podemos de erigirse en garante de las esencias de la izquierda. PSOE y UP no han negociado un programa de Gobierno de coalición en el que pactar acuerdos, desacuerdos y reparto de responsabilidades, como sucede en los países de nuestro entorno cuando afrontan con seriedad y responsabilidad esta tarea. La fallida investidura de Sánchez es la lógica consecuencia de un planteamiento tacticista que ha reducido un Gobierno de coalición en una riña por ministerios y competencias.

No es la primera vez que sucede. De hecho, es la tónica desde que la irrupción de los nuevos partidos en las elecciones del 2015 rompió los viejos equilibrios del bipartidismo. La undécima legislatura (2015-2016) se consumió en unos meses sin que ningún candidato lograra la investidura. La decimotercera (2016) salió adelante después de que una rebelión interna acabara con la salida de Sánchez de la secretaría general del PSOE. Si la pluralidad de partidos es positiva y refleja mejor la diversidad de la sociedad española, la nueva generación de líderes que desde el 2015 domina el mapa político ha mostrado una lamentable incapacidad para superar el bloqueo y las líneas rojas que ellos mismos imponen. Generacionalmente, han demostrado ser unos dirigentes más preocupados por la construcción y la difusión de un relato que por la gestión política, tal vez porque saben que, afortunadamente, la estabilidad que ofrece la UE evita que meses sin Gobierno o de desgobierno se cobren una factura insoportable en terrenos como el económico o el monetario. Aun así, la lista de problemas pendientes de España (desde la reforma de la pensiones a la crisis catalana, por citar solo dos ejemplos) exige de los partidos y sus dirigentes altura de miras y talante negociador que cuesta encontrar. No lo han tenido PSOE y UP (cada uno con su responsabilidad), pero tampoco PP y Cs, que también se han abonado al bloqueo. Ante el no de la derecha, los partidos nacionalistas vascos y ERC prefirieron abstenerse, lo que en caso de acuerdo hubiera facilitado la investidura. Un gesto que está por ver si se repetiría en septiembre.

Cuesta pensar que las heridas abiertas entre PSOE y UP cicatricen a tiempo para recuperar la confianza y lealtad que son la base de una negociación seria. Es difícil también imaginar que Albert Rivera abandonará la retórica incendiaria y que Cs se avendrá a regresar a su antigua vocación de partido liberal abierto a gobernar con derecha e izquierda. Una gran coalición a la alemana entre PP y PSOE es, al parecer, tabú en la democracia española. Pero cabe no llamarse a engaño: unas nuevas elecciones serían una pésima noticia. Erosionarían la confianza de la UE hacia España. Supondrían que un Gobierno en funciones tendría que afrontar la sentencia del procés. Y, sobre todo, aumentaría la brecha entre la política y los partidos con la ciudadanía, uno de los males del sistema político español. Encontrar fórmulas para formar un Gobierno en septiembre con una mayoría parlamentaria solvente no es tan solo una obligación constitucional; son los deberes de verano inexcusables para toda una generación política que ayer suspendió sin paliativos.