Ustedes y yo sabemos que el fin de las vacaciones y la vuelta a la "normalidad" está siempre plagada de artículos y reflexiones, especialmente en los medios escritos pero no solo en ellos. Idas y venidas acerca de lo que es y supone en nuestras vidas el verano: esa especie de paréntesis que parece dejar en suspenso la realidad pero que no lo hace pues no es posible que todos descansemos ni lo hagamos a la vez. Es muy probable que sea un efecto perverso de mi memoria pero, tengo para mí, que cuando hace algunos años se veraneaba --verbo casi en desuso como consecuencia de los rigores de las exigencias mercantiles y de producción de nuestro sistema-- antes, cuando se nos reconocía por nuestra apariencia de niños, no es que dejasen de pasar cosas en verano pero pasaban pocas, menos o eso era al menos lo que yo creía, lo que yo recuerdo. Hoy, el verano, convertido en un supermercado de noticias, no transcurre tan plácida y lentamente como entonces, es verdad que nada lo hace desde hace tiempo pero tengo la sensación de que esta vez la sucesión de barbaridades supera lo conocido hasta ahora.

Resulta un ejercicio duro pero tal vez necesario cerrar los ojos e imaginar el planeta, silencioso de lejos, mantenido, como por obra de magia, suspendido en el espacio y acercarse a él con sigilo, con cautela, manteniendo la respiración. Capturar ciertos sonidos e imágenes resultaría escalofriante y sí, mejor no poder hacerlo pero eso, tal vez convenga recordarlo, no evita que esté ocurriendo. Comprendo que a veces resulte humano mirar para otro lado porque nuestras vidas no carecen de sus propios dilemas, problemas y encrucijadas pero hacerlo más del mínimo necesario que nos proporcione el sosiego imprescindible para seguir adelante acabará suponiéndonos más males que bienes: la vieja historia de la avestruz, su ala y su cabeza.

Pocas semanas después del bombardeo de Guernica, cuando Picasso ya estaba preparando su retrato del espanto, escribía: "gritos de niños gritos de mujeres gritos de pájaros de flores gritos de maderas y de piedras gritos de ladrillos gritos de muebles de camas de sillas de cortinas de cazuelas de gatos y de papeles gritos de olores que se arañan gritos de humo". Han pasado 77 años desde entonces y solo ha cambiado el escenario que, sin ser poco para nosotros, no resulta ni bastante, ni bueno, ni de recibo para quienes creemos que corregir y reparar son obligaciones de carácter ético y por tanto irrenunciables. La permanente dilación de ese tiempo, tan fértil en unos temas como yermo en otros, y que en realidad podría ampliarse hasta la fecha de la historia que quisiésemos, me hace concluir algunas cosas ni fáciles ni cómodas que también habrá que aprender a asumir y transformar. Una, que también la oscuridad forma parte de nuestra naturaleza humana; otra, que somos libres para decidir si aceptamos o no que forme parte de nuestro presente y condición.

Nada hay decidido, de la voluntad depende, pues no creo que seamos como las abejas que pueden olvidar que tienen alas y permanecen casi inmóviles hasta que un amo, ignorado o no, dé la señal de alarma y puesta en movimiento. Del error al horror un solo paso: el arrepentimiento de la inteligencia.

Profesora de Derecho. Universidad de Zaragoza