Con Neil Young de fondo, rezo estos días para no rezar. Para ser siempre quien fui y no un satélite artificial alrededor de la órbita del miedo contagiado por el virus y sus tan peligrosas mutaciones informativas. Aunque estamos frente a un reto global de medias verdades e ignominiosas mentiras, en el epicentro de ninguna parte que no sea la esperanza por generación espontánea, la única vacuna disponible por ahora se centra en la responsabilidad individual, en aplicar con firmeza el filtro de la inteligencia, el gran motor de la supervivencia.

Confinados por ley gubernamental y por sensatez innata, solo una mente sana puede liberarnos de una espera que amenaza con dilatarse en el tiempo. Sospechamos o intuímos que los daños humanos y económicos serán considerables y que tendrán mayor impacto, como siempre ocurre con las pandemias, en el eslabón más frágil de la sociedad. Nada nuevo.

La enfermedad incontrolada por haberla menospreciado nos invita soberbia a una partida de ajedrez sobre el tablero del pánico. Para no caer en un jaque tan elemental, jugamos con la ventaja de saber que nadie ni nada es invencible en el universo. Sigo con Neil Young. Y no, no hay razón para que recemos porque somos los mismos que fuimos. "Quiero vivir y dar, soy un minero en la búsqueda de un corazón de oro (Heart of Gold)".