La Primera Transición agotó su tiempo y ahora, según parece, estamos en la Segunda (lo pongo con mayúsculas por aquello de darle más solemnidad). Y lo que más llama la atención de este momento actual de apasionados debates (la gente habla de política en los bares con un entusiasmo o un cabreo imponentes) es el creciente tono trágico que está adquiriendo el proceso. Muchos de los políticos y de los periodistas (que actúan a menudo como recíprocas correa de transmisión) se han empeñado en darle al momento una dimensión temible, crispada, cargada de amenazas y de expresiones absolutas: vamos camino del desastre, de la destrucción de España, de la bolivarización del Estado, de la fragmentación de la patria, de la revolución, del golpe militar... la mundial.

En cambio, se afirma, la Primera Transición fue modélica, razonable, fruto del consenso y protagonizada por unos políticos excepcionales, empezando por el Rey (Juan Carlos). Aquello sí... Esto no.

El que suscribe es firme defensor de lo que el 78 significó (aunque no de cómo han evolucionado las cosas en bastantes aspectos), porque estuve allí y sé de qué manera se sucedieron los acontecimientos. Aquello no fue un camino de rosas. Entre 1976 y 1982, la maravillosa Transición se fue fraguando entre sustos, asesinatos, jugadas al límite, miedo y valor. Se contabilizaron entre 600 y 700 personas (depende del cómputo) muertas violentamente por causas políticas. Allí asesinaban ETA, los Grapo, las escuadras fascistas, la Policía... En los cuarteles se escuchaban ruidos de sables. En las comisarías se torturaba. Partidos políticos y sindicatos estaban en mantillas. Los medios informativos debían reinventarse. Pero existía, eso sí, una clara voluntad democrática (salvo minorías dementes), y el clamor de los agoreros resbaló sobre una opinión pública harta de autoritarismo y terrorismo de estado.

Ahora navegamos por una balsa de aceite. El terrorismo acabó. El conflicto de Cataluña no ha producido ni una sola muerte. Así que menos tremendismos y menos ayes.