Hace años, allá por los albores de las redes sociales de internet, existía un chat sobre política que resultaba sugestivo. Un tipo de cuyo nick ya no me acuerdo animaba la conversación con sus irritantes y categóricas opiniones sobre la pena de muerte, la homosexualidad o la religión en las aulas. Cuando comprendimos que era un simple provocador del propio chat para calentar los debates, captar adeptos y, a buen seguro, publicidad, la gente dejó de hacerle caso y en pocos días desapareció. La tentación de entrar al trapo en ciertas controversias resulta irresistible, pero conviene preguntarse antes a quién beneficia una polémica desmedida sobre asuntos ya superados.

Los partidos civilizados llevan un año y medio respondiendo a los estímulos que envía la extrema derecha mediante bulos y mentiras que irritan (a la izquierda) o que confunden (a la derecha). Enfrente no hay otra estrategia que arremeter contra ese trapo rojo que sacuden Abascal y compañía, ya sea la inmigración, la violencia machista o la memez del pin parental. El resultado es que Vox se ha convertido en el tercer partido del país, el que lidera la oposición y marca los debates.

Hay dos maneras de abordar esta situación. Una la planteó hace poco la portavoz socialista en el Ayuntamiento de Zaragoza, Pilar Alegría: brindarle apoyo al PP para aprobar los presupuestos e inutilizar así a Vox. Jorge Azcón no le hizo ni caso. La otra opción es mostrar la más completa indiferencia hacia sus montajes. Ni protestas en la calle contra el fascismo ni hacerse el ofendido ni contestarles en los medios. El desprecio es la mejor fórmula. Lo malo es que la tentación de rebatir sus tonterías sigue siendo irresistible.

*Editor y escritor