La obsesión norteamericana por la seguridad, disparada por los atentados del 11 de septiembre del 2001, alcanza dos años después niveles paranoicos, alimentada por las decisiones de la Administración. La gran paradoja de la superpotencia, como reza el título del ensayo del profesor Joseph S. Nye, consiste en que "el país más fuerte desde Roma no puede proteger a sus propios ciudadanos actuando en solitario".

Ignoramos si los estadounidenses superarán la pesadilla del golpe terrorista que perturba su conciencia, altera su equilibrio nervioso, destruye la tradición liberal de sus leyes o refuerza las tentaciones de la venganza o del patriotismo herido, o de ambas a la vez, de las que se aprovechan políticos sin escrúpulos en año electoral. ¿Prevalecerá la sociedad abierta o declinará inexorablemente ante los riesgos que plantea la nebulosa de los grupos terroristas inflamados por el antiamericanismo?

LA SEGURIDAD nacional ya no es una cuestión de especialistas, sino que agarrota al americano medio, irrumpe en los currículos universitarios y augura a corto plazo una reorganización del Estado y de sus aparatos de coerción. La Universidad de Arizona instaura un curso sobre "Teología del terror: Osama bin Laden y los talibanes", y la Rice University ofrece otro realmente apocalíptico titulado "Yihad y fin del mundo". Sendas universidades de Virginia y Massachusetts organizan una diplomatura sobre la defensa del territorio.

La vulnerabilidad del territorio destapada por el terrorismo islámico produce estragos. La aplicación estricta de la Patriotic Act, aprobada el 26 de octubre del 2001, que otorga poderes excepcionales a la policía, ha sido vituperada como "una ley antipatriótica" por un editorial del periódico The New York Times. La Unión de Libertades Civiles advierte de que las medidas de control de los visitantes son "una herramienta para crear una sociedad vigilada" en un país donde los derechos individuales son el fundamento de la ciudadanía.

Los policías en los aviones o el fichaje electrónico y fotográfico de los extranjeros que llegan a los aeropuertos, con exclusión de los ciudadanos del club de los países ricos, no disuadirá a los terroristas ni tranquilizará a los norteamericanos, pero sí infligirá una nueva humillación y un trato discriminatorio a todos los originarios de países del llamado Tercer Mundo, recibidos como si fueran delincuentes, lo que seguirá generando un enorme resentimiento.

Las últimas medidas supuestamente antiterroristas persiguen una quimera, son una gesticulación inútil cuando no grotesca, puesto que todas las indagaciones rigurosas demostraron el fracaso de los servicios de información en los meses que precedieron al apocalipsis de Manhattan. La red de alerta estaba enfocada en una dirección errónea. Los líderes del Congreso siguen exigiendo que la CIA modifique sus métodos de trabajo y su visión del mundo, ridiculizados por los atentados del 2001 y el desastre de la posguerra iraquí.

Las medidas unilaterales de excepción, muchas de ellas para la galería electoral, no reducen las baladronadas del terror ni ciegan sus fuentes financieras. El enemigo invisible, difuso, englobado en el marbete Al Qaeda, no sólo multiplica los atentados suicidas, sino que ofrece señales inequívocas de su vigor propagandístico, pone en jaque al transporte aéreo mundial y dispone de poderosas conexiones que tanto acrecientan su popularidad en el universo musulmán desde Marruecos a Indonesia.

NO ES LA primera vez que un Gobierno norteamericano se empecina en la lucha contra un enemigo universal, creando una neurosis de peligro inminente, o una xenofobia selectiva, en una ciudadanía inclinada a creer a sus dirigentes. La estrategia de contención del comunismo, inaugurada en 1947, provocó una histeria colectiva (maccarthismo) que explica el delirio de la caza de brujas y las aventuras exteriores que desembocaron en la tragedia de Vietnam.

Pese a las protestas en diversos ámbitos, la Unión Europea, dividida cuando no sometida a los dictados de Washington, no podrá evitar una deriva tan obtusa y arriesgada. Porque el combate contra el terrorismo a escala global, erigido en prioridad absoluta por el presidente Bush, utiliza unos métodos muy discutibles y unilaterales, probablemente contraproducentes, que inoculan la zozobra en las conciencias y los aeropuertos de la metrópoli imperial para detectar a los supuestos bárbaros.

*Periodista e historiador.