No puede uno sustraerse a la impresión de que los actos y discursos de Putin nos parecen mucho más brutales y ajenos a la cultura democrática por el hecho de que el presidente ruso, además de exagente del KGB, representa a un país hermético y de cruel pasado. Pero los planteamientos hechos desde el Kremlim tras los dolorosos acontecimientos de Beslán no son sino una versión apenas algo más tosca de la doctrina antiterrorista elaborada en Washington por la Administración Bush para consumo propio y de los países amigos . Esa alternativa consiste en reducir libertades, colocar bajo control a los medios de comunicación, despreciar directamente la legalidad internacional y arbitrar respuestas militares de gran envergadura ante cada atentado (lo que supone ataques e invasiones de terceros países invocando el derecho de represalia y persecución ). Habría que añadir al menú que los protocolos antiterroristas inventados tras el 11-S norteamericano y aplicados a lo bestia por Moscú incluyen una absoluta indiferencia por las vidas humanas que pueda costar esta singular cruzada contra las amenazas globales.

Así, terrorismo y antiterrorismo se han enganchado mutuamente a través del sistema de acción-reacción hasta convertirse en dos partes de un mismo engranaje. A dirigentes postcomunistas como Putin u obviamente ultraderechistas como Bush, la demanda social de más seguridad les permite manejar las crisis y la propia evolución política a su antojo (Cheney, el vicepresidente estadounidense, ha llegado a decir a sus conciudadanos que si votan al demócrata Kerry se arriesgan a sufrir un nuevo ataque terrorista); a su vez, los estados mayores y las bases del complejo Al Qaeda y de otras organizaciones islamistas vinculadas o no a Bin Laden encuentran en las políticas occidentales de guerra preventiva y desestabilización sistemática del ámbito musulmán el mejor caldo de cultivo para ampliar su influencia y sus enloquecidas acciones. El terrorismo está mejor que nunca.

EL RESULTADO de esta diabólica situación es que, salvo sus artífices, todos los demás tenemos mucho que perder, seamos cristianos, musulmanes, judíos o agnóstico-ateos. Somos los rehenes que cualquiera de las dos partes (integristas islamistas o integristas judeo-cristianos) está dispuesta a sacrificar.

Para empezar todos hemos acabado por utilizar los términos terrorismo y guerra como dos conceptos vecinos e identificables. Pero ésa es una presunción exagerada por muy fácil que sea verbalizarla y apoyarla en las escalofriantes imágenes que nos aporta cada atentado. Yo creo que no estamos en estado de guerra. Una guerra es otra cosa, como puede comprobarse acudiendo a la Historia. El hoy llamado terrorismo global (o sea el de ideología islamista) no plantea en términos reales una amenaza reseñable a nuestro sistema de vida, nuestras economías y nuestras estructuras políticas. Otra cosa es que nos pueda causar dolorosos quebrantos parciales, y que dichos quebrantos retransmitidos por las televisiones lleguen a situarnos en un peculiar estado de ansiedad (estado que de inmediato es aprovechado y amplificado por los políticos que aspiran, ellos sí, a sumirnos en una psicosis de guerra ). No digo, entiéndanme bien, que el terrorismo esté justificado o sea un fenómeno desdeñable; en absoluto. Lo que intento precisar es que no contiene hoy por hoy el peligro estratégico que Bush y los suyos le atribuyen interesadamente. En los últimos años y en relación con el fenómeno terrorista las únicas guerras reales que se han venido produciendo tienen carácter local, se sitúan todas ellas en los propios países musulmanes (Palestina, Irak, Afganistán, Chechenia) y todas ellas también se corresponden con iniciativas militares tomadas recientemente o hace décadas por las potencias occidentales. Es allí donde se incuba el huevo de la serpiente. Por lo demás, los atentados en territorio occidental han sido relativamente escasos (aunque siempre horribles) y si han podido desarrollar un notable poder de muerte y destrucción ha sido más por el descuido y la descoordinación de nuestros servicios de seguridad que por la habilidad de los terroristas, caso evidente del 11-S y el 11-M. Allí donde funcionan sistemas de protección básicos, al Qaeda y sus franquicias no parecen tener demasiada capacidad operativa.

En cuanto al empeño de la actual Administración estadounidense (y de los gobiernos que siguen sus directrices) de combatir el terrorismo mediante la guerra convencional, sólo hay que pasar revista a cómo ha evolucionado la situación tras el ataque a las Torres Gemelas y en particular desde la invasión de Irak. El fracaso está siendo tan palmario que sólo un sistema enfermo en lo ideológico, lo político, lo mediático y lo cultural puede negar la evidencia. En el aniversario del 11-S, Al Zawahiri, estratega de Al Qaeda y lugarteniente de Bin Laden , declaraba públicamente su satisfacción por la marcha de los acontecimientos. No menos encantado parece Bush, que cree tener la reelección en el bote gracias a su argumentario anti-terrorista. Todos los malvados están contentos.