Mi amigo Carles Flaviá cuenta en sus irónicos monólogos que del mismo modo que se exige un examen para el carnet de coche, deberíamos pasar uno más exigente para llevar un cochecito Jané. O sea, que no todo el mundo valdría para ser padre o madre, cosa que hoy por hoy nadie se atreve a cuestionar públicamente. En cambio, el ministro Gallardón sí que se atreve a cargarse la ley de plazos y a ampliar supuestos, no para evitar una nueva existencia sino para fomentarla. Bravo. Para el ministro, da igual cómo piensen los padres, da igual cómo salgan los hijos, da igual la conciencia o la inconsciencia de cómo se hayan concebido. Los padres son responsables siempre para decir que sí, y cada vez menos para decir que no. Su voluntad es ponerles cada vez más trabas. Legales y morales. Que las mujeres que quieran abortar fuera de los límites de la nueva ley tengan que peregrinar su tormento psicológico por clínicas hasta recibir la aprobación médica. Para que les dé tiempo a pensar en el asesinato que van a cometer, para que les pese siempre sobre sus conciencias. Bien. Seguro que el ministro como buen católico no usa condón y todo el sexo que ha tenido ha sido dentro del matrimonio para procrear. Sin fallos, sin deslices, sin problemas, con niños espontáneos muy queridos, pero a mi hoy me ha dado por pensar en las mujeres que no han tenido la suerte del ministro. En todas las que sufren o han sufrido con un embarazo no deseado.

Tal vez, para convencer a las abortistas de su error, ayudaría que el Gobierno cumpliera con la ley de la dependencia aportando recursos, cuidando el sistema público de salud, pero la lástima es que a estas alturas ya todos sabemos que esto es mentira.

¿Cuáles son las condiciones para que una vida merezca ser vivida? Y no está tan claro que todo valga cuando hay países donde hace tiempo que regulan la eutanasia. Porque los problemas no solo están en la puerta de entrada, donde quienes pontifican son los curas y los ministros en nombre de los fetos. También hay problemas en la puerta de salida. Porque no todo el que se quiere ir puede ni quiere saltar de un séptimo piso, dejando tras de sí el silencio social alrededor de sus seres queridos. En Bélgica, que ya tienen leyes al respecto, avanzan con un consenso extraordinario. Pero en España este debate no existe oficialmente. En esto no hay prisa. ¿De verdad creen que no nos interesa discutir los límites de nuestro derecho a decidir?

Periodista