Los políticos españoles nunca se han caracterizado, precisamente, por cumplir su palabra, desarrollar sus promesas o cumplir sus programas. Todo lo contrario. Suelen decir unas cosas cuando están en la oposición pero cuando se instalan en el Gobierno mudan de parecer con una facilidad y una desvergüenza pasmosas.

El presidente Pedro Sánchez se ha revelado como un especialista consumado en el «arte» del cambiazo. Cuando era candidato a la presidencia afirmó de manera rotunda y sin ambages que Quim Torra, el presidente de la Generalitat de Cataluña por delegación del fugado Carles Puigdemont, era una racista y un supremacista, calificativos que ahora omite. También afirmó, sin duda alguna, que lo que habían perpetrado los políticos separatistas en octubre de 2017 era «un golpe de Estado» y que había que acusarlos de sedición y rebelión, además de malversación de caudales públicos, o sea, que eran unos ladrones, además de traidores y desleales. E incluso asentó que si era presidente convocaría elecciones cuanto antes.

Pero desde que Sánchez es presidente del Gobierno con los votos de los correligionarios del tal Torra, las cosas han cambiado, y no de matiz, sino de fondo.

Estos vaivenes no son exclusivos de los socialistas. Pablo Casado, el presidente del Partido Popular, le va a la zaga y suele tener diferente opinión con absoluta caradura en función de si un comisario de policía corrupto y zafio desvela conversaciones que afectan a miembros de su formación o a los rivales.

No se diferencia de los dos anteriores Albert Rivera, presidente de Ciudadanos, que un día se levanta liberal, al siguiente conservador, luego centrista, a veces socialdemócrata, y tan pronto vota con los socialistas como con los populares, según las fases de la Luna, la conjunción de los astros a vaya usted a saber qué.

Tampoco se libra de los cambios de postura el líder de Podemos, Pablo Iglesias, empeñado en vivir como un burgués ahora que puede, rodearse de escoltas y privilegios, ahora que puede, y renunciar a principios fundamentales de la Izquierda, ahora que le convienen a su idea de crear un partido «transversal».

Y así andamos el personal, la gente o los votantes, que todas estas maneras nos llaman los de la casta, tragando promesas que no se cumplen, viendo pasar el tiempo, observando cómo se dilatan los problemas y contemplando año a año cómo las desigualdades económicas entre ricos y pobres se amplían, la Justicia se enmaraña en sus contradicciones y el horizonte sigue cubierto de dudas.

*Escritor e historiador