La historia del mundo, sobre todo la del siglo XX, está llena de convulsiones. Cuando entre 1989 y 1991 se desmoronó la Unión Soviética, algunos historiadores (sobre todo el norteamericano de origen japonés Francis Fukuyama) pronosticaron el «fin de la historia». Con la descomposición de la URSS se liquidó medio siglo de «Guerra fría» y comenzó un tiempo nuevo marcado por el triunfo del sistema capitalista y el American way of life, es decir, la victoria de un modo de vida basado en las libertades públicas formales y estereotipadas, en la propiedad privada de los medios de producción y en la privatización de toda actividad económica rentable. Los economistas neoliberales seguidores de la Escuela de Chicago impusieron sus tesis y «los mercados», ese eufemismo tan manido, se convirtieron en los dictadores de la política económica.

En España el PSOE, en una constante deriva hacia posiciones económicas propias de la derecha neoliberal, y el PP, la derecha atemperada por algunos aires más suaves llegados desde el centrismo, se sumaron gozosos a los nuevos vientos que soplaban en la economía y permitieron o favorecieron insensatas burbujas inmobiliarias y financieras, abusos y corruptelas bancarios de todo tipo y privatizaciones sin control y sin decencia de sectores estratégicos como la energía, las comunicaciones y la alimentación.

Convertidos en instrumento necesario para el liberalismo más insolidario, la mayoría de los partidos políticos europeos se instaló en la autocomplacencia y, amparados por resoluciones aprobadas en la Unión Europea, permitieron que bancos, entidades financieras y empresas multinacionales dictaran las pautas maestras de la política europea. El beneficio que los próceres del sistema obtuvieron por sus decisiones favorecedoras de todo este entramado fue evidente: la mayoría de los presidentes y ministros que contribuyeron a consolidarlo han acabado de consejeros en esas empresas y bancos, con sueldos y prebendas extraordinarios. La nómina es casi tan larga como el listado de cargos que han pasado por los Consejos de ministros o de la Comisión europea.

Casi todos ellos prometieron un mundo mejor, en el que primaría la solidaridad internacional, la justicia y la distribución de la riqueza. No ha sido así: la situación internacional ha empeorado y las desigualdades económicas crecen año a año en todo el mundo. Aquellos simpáticos charlatanes de verborrea tan fácil como inane han dejando de herencia un tiempo amargo: el tiempo de los traidores.