No estoy pensando en el otoño con su singular cierzo invitando a subir al tranvía para desplazarnos por la ciudad, no. Me refiero a las próximas elecciones municipales que, como cada cuatro años, en Zaragoza renace la polémica sobre el tranvía; pero no como modelo de transporte urbano en el contexto de la ciudad del futuro, ni siquiera como confrontación ideológica sobre las nuevas corrientes en el diseño urbano. Se percibe que el tranvía se ha convertido simplemente en arma arrojadiza entre partidos políticos que arrastran a sus seguidores a mantener posiciones emocionales, a favor o en contra, al margen de razonamientos técnicos. Ahora, cuando ha quedado demostrado en Zaragoza el éxito de la línea 1, vuelven las escaramuzas dialécticas con el proyecto de viabilidad de la línea 2. No obstante aún fue peor no hace mucho cuando además nos ofrecían propuestas de Metro cruzando la ciudad sin el mínimo rigor técnico ni económico, dando a entender que, o los candidatos a gobernar Zaragoza eran unos ignorantes, o nos consideraban a nosotros ignorantes susceptibles de seguir al flautista de Hamelin. En fin, la sensación que queda es que el partido de la oposición contrario al tranvía, seguramente estaría a favor de él si gobernara, lo mismo que promovió el diálogo con ETA para acabar con la violencia cuando estaba en el Gobierno, y en la oposición lo criticó. En definitiva se trata de que el contrario fracase sin tener en cuenta el bien común en la ciudadanía.

Pero simplificar el debate en términos de tranvía sí o tranvía no, es un error o una estrategia malintencionada, porque este solo se puede entender en el contexto del modelo de ciudad que se quiere a partir de sus usos y funciones. Igual que a principios del siglo XX fue necesario promover cambios urbanísticos para adaptar las ciudades al nuevo fenómeno de los vehículos motorizados, dado que entonces las ciudades eran lugares a los que se acudía obligatoriamente a comprar, a trabajar o a otros servicios, cien años después de nuevo hay que volver a rediseñar las ciudades porque ahora desempeñan otras funciones. El coche, que en los años 60 y 70 del siglo pasado fue en España el paradigma de la modernidad y del progreso, acabó asfixiando a las ciudades hasta hacerse incompatibles. Después vinieron los centros comerciales periféricos, el alejamiento de las industrias, internet, los nuevos hábitos ciudadanos y, tal como explica el urbanista Ben Hamilton-Baillie, paulatinamente los centros de las ciudades han dejado de tener las funciones comerciales obligatorias de antaño para convertirse en lugares a los que voluntariamente vamos a pasar el rato, haciendo que el espacio público sea ahora sitio de ocio y de intercambio social donde la gente se reúne e interactúa, y que el uso del espacio público dependa de su calidad, entendida como conjunto de atributos que satisfacen a los usuarios, para lo que se precisa como mínimo que el tráfico convencional pierda el protagonismo que tuvo hasta finales del siglo XX.

Este fenómeno hizo que el holandés Hans Moderman, experto en movilidad urbana, desarrollara la idea del sharedspace (espacio compartido) como eje del diseño urbano, cuyo principio pretende conciliar el tráfico y el espacio público eliminando los bordillos que separan el protagonismo de los coches frente a los peatones, las señales de tráfico, los pasos obligatorios de los peatones, etc. dentro del respeto y tolerancia propio de las sociedades culturalmente desarrolladas y, en este contexto, las renovadas ciudades europeas han optado por el tranvía como medio de transporte adaptado a las nuevas necesidades. Un ejemplo de esta conciliación es el tramo del tranvía entre la plaza de España y el puente de Santiago.

Por eso, construir una línea de tranvía no es instalar unos raíles y unos cables eléctricos, sino rediseñar las calles y plazas en busca del espacio compartido, para hacer que las ciudades sean más amables de acuerdo a las nuevas funciones basadas en la convivencia civilizada. Esta idea ya no hay que tomarla como un experimento de los que se hacen con gaseosa porque es el camino que ya han seguido con éxito numerosas ciudades, por eso sería de desear que el tiempo de tranvía se convirtiera en tiempo de debate sobre la nueva ciudad y que dejaran de marear a los ciudadanos con fines electorales.

Cualquier intervención urbana provoca molestias durante las obras y esto se debe tomar con visión de futuro. Decir que el tranvía arruina el comercio por donde pasa es no querer ver que los ciudadanos vamos ahora a centros comerciales y que cada vez usamos más internet para comprar. La única posibilidad de que el comercio vuelva al centro de las ciudades es que quede integrado en el espacio compartido.

Máster en Ordenación del Territorio