Mi madre me decía que el tiempo avanza a la par de la edad de la persona: con más celeridad cuanto mayor te haces. Y tenía razón. Lo que antes parecía un minuto, ahora me parece un segundo. Lo he constatado en las vacaciones que ya termino. Tengo la fortuna de poder descansar muchas semanas seguidas, y cuando inicio la primera de ellas pienso en las que me quedan por cumplir. Siento una satisfacción y una tranquilidad interior que con el paso de los días se va alterando al constatar que lo que parecía un largo periodo se va transformando a toda velocidad en muy poco tiempo. Ahora, a punto de concluir esas semanas que en su inicio me parecían tantas, siento no haberme percatado de su brevedad. Eso me pasa en Ibiza, una isla preciosa que me acoge desde hace muchísimo tiempo y en la que paso los mejores momentos del año, solo comparables con los vividos desde el escenario cuando siento la emocionante conexión con un público que disfruta mientras hago lo que más me gusta: hacer reír. Aquí en Ibiza hago mucho por no hacer nada. De este modo, los días pasan sin darme cuenta. Se van marchando los buenos amigos con los que he compartido el tiempo, y me voy quedando solo, como cuando vine. La isla va recuperando el pulso tranquilo que tanto añoro en pleno agosto. Y es ahora cuando me quedaría para siempre. Pero no es posible: el tiempo me dice que debo volver al trabajo, donde las horas parecen tener menos prisa en pasar. Regreso con la resignada esperanza de que sea tan fugaz como este verano que abandono sin querer.

*Humorista