Icumpliendo el plazo marcado por la Constitución, el Gobierno ha aprobado los Presupuestos para este año. Y lo ha hecho sin que sepamos si cuenta con los votos necesarios en el Congreso. En realidad, da un poco lo mismo porque la economía se está acostumbrando a vivir con un Gobierno desaparecido y un Parlamento paralizado por los vetos cruzados, sin reformas y avanzando de la mano de Mario Draghi, del empuje del comercio mundial y de los avatares extraordinarios que concentran más turismo en España del que fuera esperable. Así, todas las previsiones sitúan un crecimiento del PIB para este año cercano al 2,7%, que, aunque menor que los dos años anteriores, es apreciable.

También hemos conocido que, al cierre del año pasado, el déficit público se situó en el 3% del PIB, aún uno de los mayores de la eurozona. Y lo hacemos con cuatro años de retraso, ya que en su debate de investidura del 2011 Mariano Rajoy se comprometió a alcanzar ese cifra en el 2013, compromiso que reiteró ante Bruselas meses después. Es verdad que en aquel debate el candidato prometió también no subir impuestos, semanas antes de la mayor subida de nuestra historia democrática; revalorizar las pensiones por el IPC, apenas un año antes de inventarse el nuevo factor de revalorización que fija el 0,25%; y no poner ni un euro público en el saneamiento del sistema financiero, seis meses antes del rescate que nos ha costado 60.000 millones.

Estos Presupuestos son continuistas hasta el aburrimiento, aunque hayan querido salpicarlos con algunas gotas de electoralismo por cuya autoría ya han peleado en público los socios. La verdad es que el ajuste presupuestario en España debe más al ciclo económico que al ministro Cristóbal Montoro, salvo en los recortes del gasto social que impuso a las autonomías a cambio de los préstamos del FLA. La crisis desplomó ingresos y aumentó gastos de desempleo elevando el déficit hasta el 11% del PIB en el 2009 mientras la recuperación, con su incremento de ingresos (máximo histórico en este presupuesto), está contribuyendo a su reducción.

Por eso, casi toda la bajada porcentual del déficit ha provenido de las comunidades y los ayuntamientos, mientras que el Estado consolidado mantiene constante su déficit desde el 2011, dada la aparición del gran desequilibrio en la Seguridad Social. Más allá de la magia de los números, estos Presupuestos no recogen reformas, ni abordan los tres grandes problemas del país: financiar las políticas del Estado del bienestar de manera suficiente: sanidad, educación, dependencia, rentas mínimas, (todo ello incluido en la financiación autonómica) y pensiones; combatir la desigualdad, con sus ingredientes de paro (líderes en la eurozona), precariedad laboral, recortes a políticas sociales, fraude y elusión fiscal; y, por último, mejorar la productividad, con inversiones en infraestructuras, agua, formación e I+D+i.

Sin cerrar las heridas del pasado, ni plantearse cómo ganar el futuro, estas cuentas recuerdan más al vuelo de las gallinas que a las audaces reformas que necesita la economía y esperan los ciudadanos. Por ello se sube la retribución a los empleados públicos pero no se desarrollan las necesarias reformas de la función pública previstas en el Estatuto Básico del Empleado Público, o se rebajan marginalmente impuestos pero no se aborda una moderna reforma fiscal para luchar contra el cambio climático en un mundo global, o se abandona la evaluación de eficiencia del gasto público, tras suprimir la agencia creada a tal fin en el 2006.

Reparte zanahorias, ventajas discrecionales y selectivas, pero carece de una visión de país y del papel que en la misma deben desempeñar unos Presupuestos que, por no hacer, ni garantizan una reducción de la tremenda deuda pública en plena recuperación. A falta de conocer todos los detalles, aprobar ahora estos Presupuestos tiene una finalidad más política (para unos, ganar tiempo para ver si pasa el actual momento Ciudadanos y, para otros, confiar en que se afiancen los resultados que adelantan las encuestas) que económica (consolidar la recuperación y distribuirla mejor entre los ciudadanos).

Y su aprobación dependerá menos de sus méritos que de la decisión final del PNV en función de cómo influyan los acontecimientos de Catalunya sobre las ventajas conseguidas en el cupo. Como dijo Albert Rivera, gracias a Ciudadanos, el Gobierno «ya tiene el pescado» para vendérselo al PNV. Pocos ejemplos hay tan claros de un Estado en manos de la ingeniería electoral de su partitocracia. Nueva, o vieja, perjudica lo mismo.

*Exministro del PSOE