La inestabilidad del sistema educativo, sometido a frecuentes reformas de corto alcance, se ha hecho rutinaria hasta el punto de confundirse con la normalidad. Nos hemos habituado a que la opinión de los expertos y especialistas en educación sea relegada en razón y favor de consideraciones desorientadas de muy diversa extracción, bajo las cuales se tiende a favorecer, con cualquier excusa, el acceso universal a las diversas titulaciones, menospreciando así el valor de los conocimientos requeridos.

Ya se han podido constatar muy bajos niveles de aprendizaje en nuestro país, con especial mención de áreas tan significativas como las matemáticas y el lenguaje, tal y como de forma pertinaz nos recuerdan los sucesivos informes PISA, dentro de una trayectoria que no lleva camino de enmendarse. Con tal motivo, ante la carencia de resultados, la reacción acostumbrada solía ser antaño tan simple como efectista: elevar el nivel de exigencia, sin que enriquecer la motivación del alumno y su amor por el aprendizaje tuvieran mucho protagonismo, al menos en la aplicación práctica de las disposiciones oficiales. El lema de moda fue entonces la letra con sangre entra . Hoy, por el contrario, parece que el único argumento esencial de medidas y contramedidas pasa por reducir el esfuerzo y trabajo del alumno a cualquier precio, pero la secuela ineludible del bajo interés por el conocimiento, amén de menoscabar seriamente la excelencia educativa, conduce a la inferioridad curricular frente a nuestro entorno europeo, algo de muy graves consecuencias a largo plazo.

Por lo demás, ningún alumno se toma en serio al profesor facilón ; sin embargo, siempre termina teniendo en gran consideración, a la vez que recuerda con respeto y cariño, a aquel docente que le exigió lo necesario y lo hizo con criterio.