Hace un par de años paseando por Independencia observé una fila de jóvenes que parecía infinita. Como entonces no era deporte de riesgo arrimarte al personal le pregunté a uno qué hacía allí, si había algún músico o qué. «No, señora es fulano, un youtuber». No entendí nada, estaba claro que eso no iba conmigo, pero, para no parecer una carcamal, sonreí e hice mutis.

Menos mal que mis sobrinos con más o menos paciencia me lo aclararon. Esto de los youtubers es un nuevo oficio que se traduce en subir cosas a la red social que les da nombre, cuantos más seguidores tienes más patrocinadores consigues y más dinero ganas.

Al parecer los hay de temáticas muy diversas, entrenadores, cocineros, gente más o menos ilustrada en alguna materia que comparte sus saberes a través de estas nuevas vías de comunicación, las redes sociales, y que no se puede negar que con la llegada de las Smart TV y los iphone hacen su papel, más aún en tiempos de confinamiento. Lo curioso fue cuando me puse a indagar y vi que los más populares no son conferenciantes científicos, ni historiadores u otros ilustrados, quienes más seguidores tienen y a la vez los que más dinero ganan son los que transmiten sus partidas de videojuegos, enseñan los trucos para saltar de pantalla e incluso comentan las jugadas de otros. ¡Madre mía! ¿Alguien me puede explicar qué valor aporta esta actividad profesional a la sociedad? Yo no lo encuentro, aunque tal vez en unos años veamos cómo genera un incremento de la actividad de psicólogos y terapeutas para trabajar el desenganche a la adicción al juego de nuestros jóvenes.

Pero es que además en estos días haciendo alarde de sus fortunas, algunos están anunciando que se van a Andorra. Desde luego que no a la de Teruel, sino a la de las compras. Claro, ¡qué les vamos a reprochar si las grandes fortunas, los ídolos del deporte y los grandes de España, hasta los Reyes eméritos, se llevan sus dineros a paraísos fiscales!

Lamentablemente estos youtubers son el fiel reflejo de esa parte de nuestra sociedad más casposa, chabacana y cortoplacista. La egoísta, la que no entiende que sin impuestos no hay servicios públicos.

Desde mi rincón contemplo a lo lejos este nuevo fenómeno y me suena con la misma melodía que las burbujas, sí, aquellas que ya hemos vivido en otras ocasiones como las canciones del verano, o incluso la inmobiliaria. Se hincharon mucho, mucho, ganaron mucho, mucho dinero, pero un día pincharon y se fueron al carajo. Al cabo del tiempo vimos a esos nuevos ricos de pin pan pum llamando a las puertas de la misericordia diciendo, es que «Yo tuve», pero me quedé sin nada.